miércoles, noviembre 16, 2005

Magnolia

Recuerdo que Magnolia quería ser monja. Ella me lo dijo una tarde debajo del árbol que está en medio del sembradío. “No seas necia”, le dije, “las monjas son vírgenes y después de las revolcadas que nos hemos dado, ni la conciencia tienes intacta”. Ella se quedó callada, mirando lejos. Se levantó de mí en silencio y sin verme se acomodó la blusa, la enagua y se calzó los guaraches. Finalmente me miró con sus ojos negros y la cara roja, perlada por el sudor. “No seas bruto. ¿Te acuerdas de Esperanza? Ella se metió de monja y llevaba una criatura en su panza. Entonces, ¿por qué no me puedo meter yo?” Y sonreía con esa sonrisa que traigo todavía metida hasta bien hondo en la cabeza. La misma que le quité cuando la besé sin permiso la primera vez que la vi, debajo del árbol entre las vacas que yo traía.
Pesado me levanté y me paré atrás de ella. Su respiración se volvió violenta y pude ver sobre sus hombros el sube y baja de sus senos bajo los holanes de su blusa. La rodeé con mis brazos por la cintura. No se movió, luego le besé la nuca y ella dobló su cabeza hacia atrás y casi sin oír escuché que me decía. “Táte sosiego, voy a ser monja”.
Fue la última vez que nos vimos bajo el árbol. En una ocasión creí verla en misa de doce, pero al salir del templo no la volví a mirar. En el pueblo nadie me dijo nada, o casi nada. Sólo me enteré que sus padres tienen en la casa un sobrinito que les llegó de fuera y que tiene los mismos ojos de su tía Magnolia. Pero, yo me acuerdo que Magnolia me dijo que quería ser monja.

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