jueves, noviembre 17, 2005

Último Tango en París


Para intentar el amor pasajero
es necesario borrar el pasado,
no decir nombres,
inventar lugares y personas:
"señora sin tiempo y sin espacio",
"caballero del pene sin historia",
"vagina estelar", "culo del cielo",
"señora de la luz adormecida",
"príncipe de las penetraciones",
"senos que todo lo dicen",
"ojos que callan",
"corazón que no siente",
"pantera", "gata", "cerdo",
"burro incansable", "olor",
"cisterna abierta", "áureos cojones",
"coño de las consolaciones",
"soledad para la soledad",
"felicidad sin nombre",
"compañerita de los recreos",
"sombra mía", "sombra tuya",
"todo y nada...",
y refugiarse en la casa del sexo,
llevando entre los dientes
un caudal de adjetivos delirantes.

Lo único que debe ser real
son los cuerpos libres
para el encuentro y el desencuentro,
el tibio escondrijo,
los lugares ocupados
por el olor carnal,
el lecho del tamaño del deseo
para intentar todas las caricias
y confundir las pieles
en el largo sudor
que resplandece
en la media luz
de las cortinas de la tarde.

Intentarlo, intentarlo,
aunque al final de todo
venga la muerte
a descascarar su risita irónica
y las calles se borren
y el cuarto de los secretos
flote vacío en la noche de la ciudad.
Nada pasó: los que se conocieron
eran desconocidos
y ese amor de instantes
fue un tango absurdo
en el salón tenebroso;
un bello salto en el vacío.

Hugo Gutiérrez Vega.

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