martes, mayo 17, 2005

Buscando Castillos

“De soledad tan vaga y tan concreta
sale un hilo de agua:
el agua del destierro,
muy parecida al llanto.
Es llanto de interior, de lagrimales que andan por el
pecho,
y forman una poza
cristalina en el alma.
En ella es donde mojo
y vuelvo a remojar esta memoria
que ya tiende a secarse con los años”.

José Moreno Villa.


No sé cuándo lo perdí. Debió ser en el último puerto en que varamos. Habíamos navegado demasiado los últimos días y se veía cansado. Harto de viajar por estos mares tan suyos y tan ajenos a mí. “La Patria está demasiado lejos”, repetía y se quejaba como un niño con dolor de vientre.
Lo conocí en un paradero cerca de Gijón, dijo que venía de Truvia y su propósito era embarcarse para México. Su mirada vieja y cansada me pareció familiar, su historia no del todo extraña.
--Salí de España hace cuarenta y tres años con una bolsa vieja y cuatrocientas pesetas. En aquellos tiempos trabajaba en Oviedo como periodista, apoyaba a los republicanos y de vez en cuando mis notas molestaban a los falangistas locales, aunque nunca pensé que tuvieran demasiada relevancia. Un día recibí un telegrama del gobierno advirtiéndome que si continuaba de “panfletista” se verían obligados, en pocas palabras, a matarme o mandarme al exilio. Como no me gusta la simpleza del heroísmo y a los 17 años uno cree que puede hacer patria donde quiera, opté por embarcarme a América.
--Cuba me recibió con los brazos abiertos. Conseguí trabajo casi de inmediato y pronto me familiaricé con el calor de la isla y sus olores. Como siempre, o como casi siempre, la rutina acumulada terminó con mi paciencia y un buen día tomé otro barco, ahora rumbo a Veracruz. Ya entonces el calor de la costa me había fastidiado, así que me adentré en México. En cuba me hice de un capital considerable, por lo que el viaje no fue difícil. Llegué a Guadalajara en el verano del 57. La ciudad no era la gran cosa, sin embargo algo me retuvo el tiempo suficiente para conocerla...
El viejo interrumpió su relato, perdió su vista en los cerros y así permaneció un buen rato. No parecía que intentara recordar nada, se notaba que todo lo que contaba lo mantenía en su memoria inmediata. No olvidó nada a pesar del tiempo...
--La conocí cuando me disponía a tomar el autobús. Su figura alta, delgada y su piel tan blanca me atrajeron de inmediato. Debía tener unos treinta años, tenía el cabello rojo, muy corto y los ojos castaños. Su paso era rápido, nervioso; pero al mismo tiempo grácil. Se llamaba María, tenía dos hijos y ere viuda. La cuestión de los hijos no impidió el acercamiento y pronto me vi integrado a una familia completa: mujer, hijos y, por supuesto, suegra. En un principio fue difícil. No sólo tuve que acostumbrarme a mi mujer, también a los hijos. La suegra fue otra cosa: mientras menos nos viéramos, mejor. Sin embargo, y aunque tarde, sé que me llegó a querer.
--Nunca sentí tanto placer por la rutina: salir muy temprano al trabajo, regresar a comer con la familia, la jornada de la tarde y la cena. Cuando los cinco nos sentábamos a la mesa y comentábamos nuestra vida cotidiana, la rutina se convirtió a la larga en algo reconfortante. Pasó el tiempo, mis hijos se casaron, el chaval se alejó por completo de la familia. Adriana se casó poco tiempo después, sin embargo ella siempre estuvo en contacto con nosotros. Fue Mauricio el que empezó con la cadena de nietos, Adriana se tardó un poco más, pero cerró la cortina dándome dos nietas. Sería necio resaltar que me aficioné por el par de Adriana, más que por los hijos de Mauricio.
Todo esto me lo platicó camino al puerto. La noche que llegamos se me ocurrió preguntarle por qué había regresado a España. El viejo me miró a los ojos. Su mirada cansada y triste me hizo pensar por un momento que le había molestado la pregunta. Desvió la mirada y con un ademán me invitó a sentarme junto a él en la banqueta.
--Regresé a España porque no pude ver morir a mi mujer... Un mal día cayó enferma María, los médicos diagnosticaron cirrosis hepática. Al principio no lo creímos, considerando que tal enfermedad sólo la padecen los alcohólicos y María no tomaba alcohol ni en las fiestas. Aún así, su estado de salud fue empeorando hasta que fue necesario internarla. Adriana estuvo con ella todo el tiempo. Las nietas se quedaron durante un mes en casa de la mamá de su marido y yo nunca tuve el valor de ir a visitarla. Quise quedarme con su figura garbosa en mi mirada, y en mis oídos, con su risa que espantaba a las palomas de la Plaza de Armas. Sé que nadie pudo entender las razones por las que regresé a España; sé que mi yerno me odia y a mi hija todavía le duele que me haya ido sin decir adiós, pero, ¿Cómo podía acercarme a su cama de hospital para verla morir?, ¿cómo podía ver mi muerte en su mirada?
--Mi yerno, lo único que me pidió fue que me despidiera de mis nietas, de modo que un día llegué a casa de Pina, su abuela y pedí verlas. Las niñas llegaron casi inmediatamente y con sus bracitos rodearon mi cuello. Intenté de mil maneras hacerles entender el motivo de mi regreso. Al ver que ninguna de las dos parecía comprenderme, les empecé a contar la historia de un príncipe viejo y cansado que nunca llegó a ser rey, y que salió de su reino muy joven. Este rey llegó a otro país donde conoció gente buena y noble que le abrió las puertas de su castillo y lo albergó como a un miembro más de la familia. Vivió mucho tiempo con ellos, pero él sabía que tendría que regresar, de modo que, decidió nuevamente internarse en el mar y volver al antiguo reino que lo vio nacer para pasar los últimos días de su vida en esa tierra ahora tan lejana y tan llena de ilusiones y promesas a él.
--Las niñas, como es natural, me preguntaron si en esa tierra había castillos infinitos, príncipes inmortales y dragones tontos y estúpidos como en los cuentos que les contaba. Les dije que sí, que regresaba a Asturias porque extrañaba los castillos en medio de las praderas, porque quería volver a combatir contra los dragones, porque deseaba, como ellas en aquel momento, volver a estar en casa. A todo esto, la mayor me hizo prometerle que a mi regreso le traería una piedra de alguno de los cientos de castillos que, según los cuentos que les conté, había en esa región.
--Los años han pasado y los recuerdos han cumplido su labor: no me dejan descansar; y resultan más nítidos que hace quince años que salí de México, con la intención de morir tranquilo en Asturias. Aunque parezca ilógico, he decidido volver a cumplir la promesa que le hice a mi nieta hace ya tantos años, que no creo que lo recuerde.
El silencio cuando terminó su historia fue tan pesado como el aire húmedo que respirábamos. Encendió un puro, la falta de costumbre me hizo toser, intentó apagarlo y lo detuve; de algún modo el aroma me acercaba a él. Nos levantamos de la acera y, en silencio, caminamos hacia el muelle. A nuestras espaldas se escuchaba el canto proveniente de alguna taberna y el murmullo que provoca el nacimiento de la noche en los puertos. El viento deshizo el lazo que sujetaba mi cabello. El viejo me observó pensativo y preguntó:
--Y usted, niña, ¿por qué está en España?—
Respiré profundo tratando de despejar el cerebro que el anciano había nublado con tanta historia conocida.
--Yo vine a Asturias buscando los castillos que me prometió mi abuelo cuando niña.
Ahora, en el barco de regreso, con la piedrita que me dio el viejo aquella noche, me pregunto en qué punto del camino lo perdí.

1 comentario:

Ernesto Rodsan dijo...

Mostra, como siempre, muy bueno. Me da gusto que hayas sacado también el de "Entre Piernas" que ya me habías pasado para leerlo. El segundo, muy chingón para decir con una palabra más o menos exacta sin caer en convencionalismos chafas. Gracias Mostra