Vuelvo, como cada tanto, a la Rayuela, no sé si sea este loco afán mío de estarme torturando con los amores imposibles de otros, tan parecidos a veces a los míos.
Volver a parafrasear, a citar a Horacio, admirarlo en la grandeza de su elocuencia, de su discurso, siempre tan sabio, siempre tan grande, siempre tan inteligente, tan preciso, tan tajante... o esconderme en los pliegues de la falda metafísica de la Maga, ser un poco Lucía, a veces un poco Rocamadour... y despertar, una mañana cualquiera, con la seguridad de que no soy ni Horacio ni Maga, mucho menos Rocamadour, tal vez me pueda parecer un poco a Berthe Trépat tocando el piano, la prémier audition, de una sinfonía que me he inventado con retazos de otras piezas, de otras obras más grandes, siempre bien valuadas... y desear que no termine nunca esta función temiendo que al final no contaré, ni siquiera contar con la presencia forzada de Horacio, dando grandes palmadas, ovacionando algo que nadie comprendió y acompañándome por calles conocidas hasta mi casa, intentando hacerme sentir bien, consolándome, sin proponer, sin prometer absolutamente nada. Y no comprender. Y no sentir compasión por la Trépat y no permitirme la conmiseración personal. Seguir en mi monorriel de acero y limadura, de pelota y pared...
Luego, cierro de golpe el libro. Pienso en todo lo que tengo, por lo que vivo, por lo que estoy y hablo. Me río de mi misma, me dejo de burradas y salgo como diría mi buen amigo Cheselin: "siempre sonriente al desastre más bello".
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