Es el título del nuevo libro de poemas del maestro Joaquín Sabina, poético poemario de poemas que representan el ir y venir de las letras sabinianas, sabínicas, oníricas. Desde la perfección del perfecto soneto hasta la imperfección del vocablo (con licencia y sin ella); me he ido involucrando desde mi adolescencia en las palabras del cantaor de Úbeda en Jaén.
A partir de una considerable dosis de ironía, algún que otro "ripio contra el mundo" y más sentido común del que pudiera parecer a simple vista, Joaquín Sabina ha elaborado un centenar de sonetos en los que se atreven a convivir desde reflexiones sobre la soledad en compañía -y viceversa- hasta historias con las esquinas y los bares de las noches madrileñas como protagonistas, pasando por recuerdos que encierran el extraño argumento del amor y su extensa retahila de efectos secundarios.
En un excelente prólogo realizado por un amigo o íntimo enemigo de Joaquín, Luis García Montero, nos describe al Joaquín poeta como alguien que comprende claramente las diferencias que hay entre un poema y una canción, y que sin embargo no le ha llevado a establecer rivaliades artísticas entre géneros, sino a conocer bien las exigencias íntimas de cada actividad, sus recursos y sus tentaciones. A Joaquín, comenta García Montero, le gusta "leer buena poesía y oír buenas canciones; y sabe cómo se elabora un buen poema o cómo se escribe una buena canción. La hermandad, termina, no implicaconfusión de caracteres".
Al leer Ciento volando de Catorce, me encontré el mundo de Sabina convertido en soneto, que durante años ha condensado sus soledades, sus indignaciones y sus alegrías en el domicilio particular de los 14 versos.
La pintura que Joaquín Sabina está haciendo de nuestra época es una melodía de doble filo, porque ilumina la soledad que hay en una sonrisa, el hogar que se esconde en una habitación de hotel, los pecados que arten en la firmeza de los puritanos, las mil ciudades que viven en cada ciudad, los mil y un abrazos que caben en un solo abrazo, el humo de las pasiones apagadas, las tabernas del mar, la espuma de las noches...
Y termino la perorata sábínica con uno de los sonetos de su ciento:
Con tan poquita fe
Los dioses callan, la canalla insiste,
El ying y el yang bordan el paripé;
El tiempo es un rufián, la carne triste,
Gran señor el plebeyo Mallarmé.
Ronca en mi cama la mujer que amo
Y que me ama, qué se yo por qué,
Nada le debo, nada le reclamo,
¿a quién rezar con tan poquita fe?
Y, sin embargo, aquí de madrugada,
Con mi escocés, mi porno y mi pajita,
No me amargo con tintos de verano.
La mortaja de mi última posada
Si la encargo será cuando Afrodita
Requise la baraja de mi mano.
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