jueves, mayo 19, 2005
Café Blues
El café, tan básico en mi vida como el aire, como el cigarro, como la sonrisa entre sus risos, como sus ojos cuando me miran, como los dibujos que trazó en mi cuerpo. El café, lugar y bebida en donde te espero, te encuentro y desencuentro.
10 de mayo en 20
El diez de mayo, día de las madres en México, siempre me había parecido una fecha innecesaria, un pretexto comercial, una estrategia publicitaria. Desde los "tiernos" anuncios en los que aparecen niños regordetes y rubios de sonrisas poco menos que angélicales entregándoles florecitas o ranas a las mamás, hasta el bombardeo gastronómico anunciando los restaurantes más "inn" para festejar a "esa mujer especial" , me provocaba hasta cierto punto: pereza televisiva, y eso es demasiado en una mujer que ha vivido el 40% de su tiempo sentada frente al televisor con un control remoto en sus manos.
Incluso en los canales del cable, los de las series, Warner Channel y Sonny, hacen una programación especial para conmemorar el día de las madres pasando durante todo el 10 de mayo, o el fin de semana inmediato, los episodios más bizarros de sus comedias para demostrar una vez más y como siempre la unicidad compartida de las madres.
Otra pereza aún más preocupante, era el pensar cómo o con qué homenajear a mi madre; recuerdo los torrentes ideológicos que pasaban por mi cerebro cuando el calendario me anunciaba los primeros días de mayo, había que pensar cuál sería el regalo ideal para mi mamá, desde la planta de orquídeas que siempre ha deseado, hasta la veladora de diseño más innovador que a mí me gusta; la discusión desgastante, en caso de no haberle comprado nada, de invitarla a comer a algún restaurante y el consabido discurso de "hoy no, mejor otro día --que curiosamente nunca llega--, hoy todo está lleno", mi resignación ahogada en remordimientos y dejar el día que pase sin que pase realmente nada, hasta el próximo año, hasta el año que viene y ahora sí que no se me olvide comprarle nada.
Dicen que es de sabios cambiar de opinión, y también de madres, ¿será que las madres son sabias?, recientemente me acabo de hacer socia al club de madres, si es que hay tal organismo, y para mi sorpresa, este año esperaba el 10 de mayo con cierta ilusión, la que tuvo a bien inscribirme de madre, a penas tiene un año y medio, pero a veces creo verla más grande y madura que yo. El pasado diez de mayo me despertó con su muy particular manera de "hacer porras": ¡bim,bom,ba, mamá, mamá, yayaya!, fue lo que escuché a voz en grito desde su habitación, me levanté un poco escéptica, pensando que mis ganas de sentirme madre el 10 de mayo me habían cruzado los cables, finalmente mi hija a penas habla. De nuevo se escuchó "bim bom bá, mamá, mamá, ya ya ya!!!" y justo después, el conocidísimo "mamáaa veeeen" de mi hija. Creo que ni cuando llora me he levantado tan rápido, mi hija sabe echar porras y me enseñó que aprendió esa gracia justo el 10 de mayo. Por supuesto que lleva toda la semana echando porras a diestra y siniestra a su abuela, a su abuelo, al perro, a su mamá, a la basura, a la pipí, a la popó... pero la primera fue el 10 de mayo y fue para su mamá.
Como egresada de una carrera con enfoque humanístico, y parafraseando al buen Mostro, uno se cree que por ser de Letras, como en mi caso, uno tiene el derecho a sentirse y creerse diferente, distinto, intolerante, escéptico, agnóstico y todo lo que pueda ir en contra de la corriente "común" en la que estamos inmersos; por eso en parte mi antigua aversión al 10 de mayo, aunque también fuera, ahora lo tengo que reconocer, porque no era madre.
Motivos más, motivos menos, felicidades a las madres por madres, que se la pasen a toda madre y si estoy festejando el 10 en 20, es porque mañana mi pequeña talibana bailará rock and roll (??!!) en un auditorio para su mamá.
Incluso en los canales del cable, los de las series, Warner Channel y Sonny, hacen una programación especial para conmemorar el día de las madres pasando durante todo el 10 de mayo, o el fin de semana inmediato, los episodios más bizarros de sus comedias para demostrar una vez más y como siempre la unicidad compartida de las madres.
Otra pereza aún más preocupante, era el pensar cómo o con qué homenajear a mi madre; recuerdo los torrentes ideológicos que pasaban por mi cerebro cuando el calendario me anunciaba los primeros días de mayo, había que pensar cuál sería el regalo ideal para mi mamá, desde la planta de orquídeas que siempre ha deseado, hasta la veladora de diseño más innovador que a mí me gusta; la discusión desgastante, en caso de no haberle comprado nada, de invitarla a comer a algún restaurante y el consabido discurso de "hoy no, mejor otro día --que curiosamente nunca llega--, hoy todo está lleno", mi resignación ahogada en remordimientos y dejar el día que pase sin que pase realmente nada, hasta el próximo año, hasta el año que viene y ahora sí que no se me olvide comprarle nada.
Dicen que es de sabios cambiar de opinión, y también de madres, ¿será que las madres son sabias?, recientemente me acabo de hacer socia al club de madres, si es que hay tal organismo, y para mi sorpresa, este año esperaba el 10 de mayo con cierta ilusión, la que tuvo a bien inscribirme de madre, a penas tiene un año y medio, pero a veces creo verla más grande y madura que yo. El pasado diez de mayo me despertó con su muy particular manera de "hacer porras": ¡bim,bom,ba, mamá, mamá, yayaya!, fue lo que escuché a voz en grito desde su habitación, me levanté un poco escéptica, pensando que mis ganas de sentirme madre el 10 de mayo me habían cruzado los cables, finalmente mi hija a penas habla. De nuevo se escuchó "bim bom bá, mamá, mamá, ya ya ya!!!" y justo después, el conocidísimo "mamáaa veeeen" de mi hija. Creo que ni cuando llora me he levantado tan rápido, mi hija sabe echar porras y me enseñó que aprendió esa gracia justo el 10 de mayo. Por supuesto que lleva toda la semana echando porras a diestra y siniestra a su abuela, a su abuelo, al perro, a su mamá, a la basura, a la pipí, a la popó... pero la primera fue el 10 de mayo y fue para su mamá.
Como egresada de una carrera con enfoque humanístico, y parafraseando al buen Mostro, uno se cree que por ser de Letras, como en mi caso, uno tiene el derecho a sentirse y creerse diferente, distinto, intolerante, escéptico, agnóstico y todo lo que pueda ir en contra de la corriente "común" en la que estamos inmersos; por eso en parte mi antigua aversión al 10 de mayo, aunque también fuera, ahora lo tengo que reconocer, porque no era madre.
Motivos más, motivos menos, felicidades a las madres por madres, que se la pasen a toda madre y si estoy festejando el 10 en 20, es porque mañana mi pequeña talibana bailará rock and roll (??!!) en un auditorio para su mamá.
martes, mayo 17, 2005
Entrepiernas
Dos cuerpos frente a frente
son a veces raíces
en la noche enlazadas.
Octavio Paz.
Estás a mi lado. Siempre la cama es menos grande cuando vienes, siempre. Estás en mi cama y tu respiración a penas la perciben mis manos sobre tu pecho. Duermes tranquilo después de arrullarte en mis brazos. Si la noche decreciera lo mismo que tú cuando estás dentro de mi, cuánta luz funeraria ahorraría la luna, cuánto más viviríamos, cuánto. Juego con mis pies bajo la sábana, se está haciendo tarde y sé que en cualquier momento despertarás y te disculparás, como es tu costumbre, al ver la hora que es.
Estás a mi lado. Tus manos han abandonado mi cuerpo. Has encendido la luz y ahora garrapateas en tu cuaderno sensaciones que no leeré. Tu cama me recibe una vez más como tantas noches en que el trabajo y la inercia me trajeron a tocar a tu puerta, a meterme entre tus piernas, para probar la libertad negada del esclavo. Recorro tus colinas desérticas con la vista, como si realmente creyera que tantas letras sobre un cuaderno te impiden darte cuenta que te observo escribiendo lo antes escrito en mi piel.
Duermes y no te amo. Algo ha motivado que cambies de postura y ahora parece que me vieras. Me imagino observada y deseada por un hombre que a penas se conforma con despojos de mi tiempo y deseo. ¿Dónde estás?, tus sueños ¿dónde?, mi mente me obliga a callar, a no confesar el sentimiento que crece mientras tú te vuelves más pequeño e indefenso a mi lado. No puedes hacerme daño. Ya no. Los rencores y dolores que nos unieron y nos separaron han quedado olvidados en el último juego de sábanas que lavé. El agua ha purificado los sentidos y ha borrado cualquier rastro de sentimiento. Asì como el corazón ha aprendido a callarse, a no gritar; los motivos han aprendido a madurar pretextos para una cita que no concluye nunca, que invierte y degenera los primeros pasos en falsos testimonios de una rutina no adquirida.
Enciendes un cigarro y yo sigo tratando de aparentar el sueño del durmiente. Sé que escribes algo de este momento. Tu mano apresura al bolígrafo como si temieras que despertara e hiciera la pregunta inminente o que mi deseo, ese que me crece cuando crees que ya no hay más, despierte y vuelva la tormenta que nos une y separa en el momento en que surge el relámpago que nos deja ciegos y aturdidos para compartir un momento negado. Has abandonado la pluma por un segundo. Tu mano acaricia mi cabello dándome la ternura que me aterra cuando crees que estoy despierto.
No quiero despertarte. Sé que el tiempo apremia y que te irás nuevamente a buscar otra piel que no sea la que te trae de vez en cuando a esta cama que sabes que te extraña como cielo sin arco iris después de la última tormenta. Mientras, seguimos jugando al escondite: tú en tu sueño y yo en mi cuaderno; el único que sabe del amor negado y el sueño callado. El único que sabe que no hay mañana para un par de locos jugando al no-amor.
Podría moverme ahora. Fingir que me desperezo y observarte tirar cuaderno y pluma junto a la cama, pero no. Ahora me concentro en tu cara que expresa en ocasiones lo que escribes ¿por qué estás tan lejos?
Poco a poco, casi sin darnos cuenta vas creciendo en mí al compás de la soledad. Así, las cosas son menos duras, pues al sentirme sola voy de tu mano. Tú amante de ocasión, deseado y no-amado en todo momento. Tú.
Sigues escribiendo y mi brazo bajo el estómago se entume. Afuera la noche crece como mi espanto hacia ti. Antes me asustaban tus reclamos, tu exigencia de amor, ahora me aterra la indiferencia no fingida. Mírate con piel de sueño cuando te alcanza mi cuerpo y llegamos juntos al cansancio del deseo satisfecho. Mírame cada vez más cerca de pedirte/suplicarte las mismas palabras que hace años te vengo negando. La alumna superó al maestro y le pone las mismas trabas que hace mil siglos aprendí de la primera mujer que me dio de beber a la orilla del río y me obligó a esperar 7 años con sus lunas su entrega.
son a veces raíces
en la noche enlazadas.
Octavio Paz.
Estás a mi lado. Siempre la cama es menos grande cuando vienes, siempre. Estás en mi cama y tu respiración a penas la perciben mis manos sobre tu pecho. Duermes tranquilo después de arrullarte en mis brazos. Si la noche decreciera lo mismo que tú cuando estás dentro de mi, cuánta luz funeraria ahorraría la luna, cuánto más viviríamos, cuánto. Juego con mis pies bajo la sábana, se está haciendo tarde y sé que en cualquier momento despertarás y te disculparás, como es tu costumbre, al ver la hora que es.
Estás a mi lado. Tus manos han abandonado mi cuerpo. Has encendido la luz y ahora garrapateas en tu cuaderno sensaciones que no leeré. Tu cama me recibe una vez más como tantas noches en que el trabajo y la inercia me trajeron a tocar a tu puerta, a meterme entre tus piernas, para probar la libertad negada del esclavo. Recorro tus colinas desérticas con la vista, como si realmente creyera que tantas letras sobre un cuaderno te impiden darte cuenta que te observo escribiendo lo antes escrito en mi piel.
Duermes y no te amo. Algo ha motivado que cambies de postura y ahora parece que me vieras. Me imagino observada y deseada por un hombre que a penas se conforma con despojos de mi tiempo y deseo. ¿Dónde estás?, tus sueños ¿dónde?, mi mente me obliga a callar, a no confesar el sentimiento que crece mientras tú te vuelves más pequeño e indefenso a mi lado. No puedes hacerme daño. Ya no. Los rencores y dolores que nos unieron y nos separaron han quedado olvidados en el último juego de sábanas que lavé. El agua ha purificado los sentidos y ha borrado cualquier rastro de sentimiento. Asì como el corazón ha aprendido a callarse, a no gritar; los motivos han aprendido a madurar pretextos para una cita que no concluye nunca, que invierte y degenera los primeros pasos en falsos testimonios de una rutina no adquirida.
Enciendes un cigarro y yo sigo tratando de aparentar el sueño del durmiente. Sé que escribes algo de este momento. Tu mano apresura al bolígrafo como si temieras que despertara e hiciera la pregunta inminente o que mi deseo, ese que me crece cuando crees que ya no hay más, despierte y vuelva la tormenta que nos une y separa en el momento en que surge el relámpago que nos deja ciegos y aturdidos para compartir un momento negado. Has abandonado la pluma por un segundo. Tu mano acaricia mi cabello dándome la ternura que me aterra cuando crees que estoy despierto.
No quiero despertarte. Sé que el tiempo apremia y que te irás nuevamente a buscar otra piel que no sea la que te trae de vez en cuando a esta cama que sabes que te extraña como cielo sin arco iris después de la última tormenta. Mientras, seguimos jugando al escondite: tú en tu sueño y yo en mi cuaderno; el único que sabe del amor negado y el sueño callado. El único que sabe que no hay mañana para un par de locos jugando al no-amor.
Podría moverme ahora. Fingir que me desperezo y observarte tirar cuaderno y pluma junto a la cama, pero no. Ahora me concentro en tu cara que expresa en ocasiones lo que escribes ¿por qué estás tan lejos?
Poco a poco, casi sin darnos cuenta vas creciendo en mí al compás de la soledad. Así, las cosas son menos duras, pues al sentirme sola voy de tu mano. Tú amante de ocasión, deseado y no-amado en todo momento. Tú.
Sigues escribiendo y mi brazo bajo el estómago se entume. Afuera la noche crece como mi espanto hacia ti. Antes me asustaban tus reclamos, tu exigencia de amor, ahora me aterra la indiferencia no fingida. Mírate con piel de sueño cuando te alcanza mi cuerpo y llegamos juntos al cansancio del deseo satisfecho. Mírame cada vez más cerca de pedirte/suplicarte las mismas palabras que hace años te vengo negando. La alumna superó al maestro y le pone las mismas trabas que hace mil siglos aprendí de la primera mujer que me dio de beber a la orilla del río y me obligó a esperar 7 años con sus lunas su entrega.
La soledad siempre es más cómoda que la compañía. Veo nuestro reflejo en el espejo: tú en tu sueño que no compartes, yo en mi cuaderno con las letras que no comparto. Quizá no sueñas, llegaste tan cansado de la oficina... Las sábanas cubren sólo lo necesario tu cuerpo y no podría definir si eres hombre o mujer, es como si a propósito te quedara un rescoldo de pudor después de tanto quemar esta cama que nos uno dos o tres veces al mes.
Estás a mi lado sé que estás despierto y respeto tu farsa hace un momento apenas creì que tendrìa que despertar sé que no pasará mucho tiempo para que la luz se haga en tus ojos que tendría que fingir un bostezo, un “es muy tarde ya” y así volver a encontrarme con la noche y me dejes en esta obscuridad que me acompaña el tiempo necesario para notar que es luna nueva que va conmigo como la mujer nueva y conocida a la vez y me transforma que esperaignora y me vuelve diosabruja el momento en que toque a su puerta cada vez que regresas a meterme entre sus piernas.Buscando Castillos
“De soledad tan vaga y tan concreta
sale un hilo de agua:
el agua del destierro,
muy parecida al llanto.
Es llanto de interior, de lagrimales que andan por el
pecho,
y forman una poza
cristalina en el alma.
En ella es donde mojo
y vuelvo a remojar esta memoria
que ya tiende a secarse con los años”.
José Moreno Villa.
No sé cuándo lo perdí. Debió ser en el último puerto en que varamos. Habíamos navegado demasiado los últimos días y se veía cansado. Harto de viajar por estos mares tan suyos y tan ajenos a mí. “La Patria está demasiado lejos”, repetía y se quejaba como un niño con dolor de vientre.
Lo conocí en un paradero cerca de Gijón, dijo que venía de Truvia y su propósito era embarcarse para México. Su mirada vieja y cansada me pareció familiar, su historia no del todo extraña.
--Salí de España hace cuarenta y tres años con una bolsa vieja y cuatrocientas pesetas. En aquellos tiempos trabajaba en Oviedo como periodista, apoyaba a los republicanos y de vez en cuando mis notas molestaban a los falangistas locales, aunque nunca pensé que tuvieran demasiada relevancia. Un día recibí un telegrama del gobierno advirtiéndome que si continuaba de “panfletista” se verían obligados, en pocas palabras, a matarme o mandarme al exilio. Como no me gusta la simpleza del heroísmo y a los 17 años uno cree que puede hacer patria donde quiera, opté por embarcarme a América.
--Cuba me recibió con los brazos abiertos. Conseguí trabajo casi de inmediato y pronto me familiaricé con el calor de la isla y sus olores. Como siempre, o como casi siempre, la rutina acumulada terminó con mi paciencia y un buen día tomé otro barco, ahora rumbo a Veracruz. Ya entonces el calor de la costa me había fastidiado, así que me adentré en México. En cuba me hice de un capital considerable, por lo que el viaje no fue difícil. Llegué a Guadalajara en el verano del 57. La ciudad no era la gran cosa, sin embargo algo me retuvo el tiempo suficiente para conocerla...
El viejo interrumpió su relato, perdió su vista en los cerros y así permaneció un buen rato. No parecía que intentara recordar nada, se notaba que todo lo que contaba lo mantenía en su memoria inmediata. No olvidó nada a pesar del tiempo...
--La conocí cuando me disponía a tomar el autobús. Su figura alta, delgada y su piel tan blanca me atrajeron de inmediato. Debía tener unos treinta años, tenía el cabello rojo, muy corto y los ojos castaños. Su paso era rápido, nervioso; pero al mismo tiempo grácil. Se llamaba María, tenía dos hijos y ere viuda. La cuestión de los hijos no impidió el acercamiento y pronto me vi integrado a una familia completa: mujer, hijos y, por supuesto, suegra. En un principio fue difícil. No sólo tuve que acostumbrarme a mi mujer, también a los hijos. La suegra fue otra cosa: mientras menos nos viéramos, mejor. Sin embargo, y aunque tarde, sé que me llegó a querer.
--Nunca sentí tanto placer por la rutina: salir muy temprano al trabajo, regresar a comer con la familia, la jornada de la tarde y la cena. Cuando los cinco nos sentábamos a la mesa y comentábamos nuestra vida cotidiana, la rutina se convirtió a la larga en algo reconfortante. Pasó el tiempo, mis hijos se casaron, el chaval se alejó por completo de la familia. Adriana se casó poco tiempo después, sin embargo ella siempre estuvo en contacto con nosotros. Fue Mauricio el que empezó con la cadena de nietos, Adriana se tardó un poco más, pero cerró la cortina dándome dos nietas. Sería necio resaltar que me aficioné por el par de Adriana, más que por los hijos de Mauricio.
Todo esto me lo platicó camino al puerto. La noche que llegamos se me ocurrió preguntarle por qué había regresado a España. El viejo me miró a los ojos. Su mirada cansada y triste me hizo pensar por un momento que le había molestado la pregunta. Desvió la mirada y con un ademán me invitó a sentarme junto a él en la banqueta.
--Regresé a España porque no pude ver morir a mi mujer... Un mal día cayó enferma María, los médicos diagnosticaron cirrosis hepática. Al principio no lo creímos, considerando que tal enfermedad sólo la padecen los alcohólicos y María no tomaba alcohol ni en las fiestas. Aún así, su estado de salud fue empeorando hasta que fue necesario internarla. Adriana estuvo con ella todo el tiempo. Las nietas se quedaron durante un mes en casa de la mamá de su marido y yo nunca tuve el valor de ir a visitarla. Quise quedarme con su figura garbosa en mi mirada, y en mis oídos, con su risa que espantaba a las palomas de la Plaza de Armas. Sé que nadie pudo entender las razones por las que regresé a España; sé que mi yerno me odia y a mi hija todavía le duele que me haya ido sin decir adiós, pero, ¿Cómo podía acercarme a su cama de hospital para verla morir?, ¿cómo podía ver mi muerte en su mirada?
--Mi yerno, lo único que me pidió fue que me despidiera de mis nietas, de modo que un día llegué a casa de Pina, su abuela y pedí verlas. Las niñas llegaron casi inmediatamente y con sus bracitos rodearon mi cuello. Intenté de mil maneras hacerles entender el motivo de mi regreso. Al ver que ninguna de las dos parecía comprenderme, les empecé a contar la historia de un príncipe viejo y cansado que nunca llegó a ser rey, y que salió de su reino muy joven. Este rey llegó a otro país donde conoció gente buena y noble que le abrió las puertas de su castillo y lo albergó como a un miembro más de la familia. Vivió mucho tiempo con ellos, pero él sabía que tendría que regresar, de modo que, decidió nuevamente internarse en el mar y volver al antiguo reino que lo vio nacer para pasar los últimos días de su vida en esa tierra ahora tan lejana y tan llena de ilusiones y promesas a él.
--Las niñas, como es natural, me preguntaron si en esa tierra había castillos infinitos, príncipes inmortales y dragones tontos y estúpidos como en los cuentos que les contaba. Les dije que sí, que regresaba a Asturias porque extrañaba los castillos en medio de las praderas, porque quería volver a combatir contra los dragones, porque deseaba, como ellas en aquel momento, volver a estar en casa. A todo esto, la mayor me hizo prometerle que a mi regreso le traería una piedra de alguno de los cientos de castillos que, según los cuentos que les conté, había en esa región.
--Los años han pasado y los recuerdos han cumplido su labor: no me dejan descansar; y resultan más nítidos que hace quince años que salí de México, con la intención de morir tranquilo en Asturias. Aunque parezca ilógico, he decidido volver a cumplir la promesa que le hice a mi nieta hace ya tantos años, que no creo que lo recuerde.
El silencio cuando terminó su historia fue tan pesado como el aire húmedo que respirábamos. Encendió un puro, la falta de costumbre me hizo toser, intentó apagarlo y lo detuve; de algún modo el aroma me acercaba a él. Nos levantamos de la acera y, en silencio, caminamos hacia el muelle. A nuestras espaldas se escuchaba el canto proveniente de alguna taberna y el murmullo que provoca el nacimiento de la noche en los puertos. El viento deshizo el lazo que sujetaba mi cabello. El viejo me observó pensativo y preguntó:
--Y usted, niña, ¿por qué está en España?—
Respiré profundo tratando de despejar el cerebro que el anciano había nublado con tanta historia conocida.
--Yo vine a Asturias buscando los castillos que me prometió mi abuelo cuando niña.
Ahora, en el barco de regreso, con la piedrita que me dio el viejo aquella noche, me pregunto en qué punto del camino lo perdí.
sale un hilo de agua:
el agua del destierro,
muy parecida al llanto.
Es llanto de interior, de lagrimales que andan por el
pecho,
y forman una poza
cristalina en el alma.
En ella es donde mojo
y vuelvo a remojar esta memoria
que ya tiende a secarse con los años”.
José Moreno Villa.
No sé cuándo lo perdí. Debió ser en el último puerto en que varamos. Habíamos navegado demasiado los últimos días y se veía cansado. Harto de viajar por estos mares tan suyos y tan ajenos a mí. “La Patria está demasiado lejos”, repetía y se quejaba como un niño con dolor de vientre.
Lo conocí en un paradero cerca de Gijón, dijo que venía de Truvia y su propósito era embarcarse para México. Su mirada vieja y cansada me pareció familiar, su historia no del todo extraña.
--Salí de España hace cuarenta y tres años con una bolsa vieja y cuatrocientas pesetas. En aquellos tiempos trabajaba en Oviedo como periodista, apoyaba a los republicanos y de vez en cuando mis notas molestaban a los falangistas locales, aunque nunca pensé que tuvieran demasiada relevancia. Un día recibí un telegrama del gobierno advirtiéndome que si continuaba de “panfletista” se verían obligados, en pocas palabras, a matarme o mandarme al exilio. Como no me gusta la simpleza del heroísmo y a los 17 años uno cree que puede hacer patria donde quiera, opté por embarcarme a América.
--Cuba me recibió con los brazos abiertos. Conseguí trabajo casi de inmediato y pronto me familiaricé con el calor de la isla y sus olores. Como siempre, o como casi siempre, la rutina acumulada terminó con mi paciencia y un buen día tomé otro barco, ahora rumbo a Veracruz. Ya entonces el calor de la costa me había fastidiado, así que me adentré en México. En cuba me hice de un capital considerable, por lo que el viaje no fue difícil. Llegué a Guadalajara en el verano del 57. La ciudad no era la gran cosa, sin embargo algo me retuvo el tiempo suficiente para conocerla...
El viejo interrumpió su relato, perdió su vista en los cerros y así permaneció un buen rato. No parecía que intentara recordar nada, se notaba que todo lo que contaba lo mantenía en su memoria inmediata. No olvidó nada a pesar del tiempo...
--La conocí cuando me disponía a tomar el autobús. Su figura alta, delgada y su piel tan blanca me atrajeron de inmediato. Debía tener unos treinta años, tenía el cabello rojo, muy corto y los ojos castaños. Su paso era rápido, nervioso; pero al mismo tiempo grácil. Se llamaba María, tenía dos hijos y ere viuda. La cuestión de los hijos no impidió el acercamiento y pronto me vi integrado a una familia completa: mujer, hijos y, por supuesto, suegra. En un principio fue difícil. No sólo tuve que acostumbrarme a mi mujer, también a los hijos. La suegra fue otra cosa: mientras menos nos viéramos, mejor. Sin embargo, y aunque tarde, sé que me llegó a querer.
--Nunca sentí tanto placer por la rutina: salir muy temprano al trabajo, regresar a comer con la familia, la jornada de la tarde y la cena. Cuando los cinco nos sentábamos a la mesa y comentábamos nuestra vida cotidiana, la rutina se convirtió a la larga en algo reconfortante. Pasó el tiempo, mis hijos se casaron, el chaval se alejó por completo de la familia. Adriana se casó poco tiempo después, sin embargo ella siempre estuvo en contacto con nosotros. Fue Mauricio el que empezó con la cadena de nietos, Adriana se tardó un poco más, pero cerró la cortina dándome dos nietas. Sería necio resaltar que me aficioné por el par de Adriana, más que por los hijos de Mauricio.
Todo esto me lo platicó camino al puerto. La noche que llegamos se me ocurrió preguntarle por qué había regresado a España. El viejo me miró a los ojos. Su mirada cansada y triste me hizo pensar por un momento que le había molestado la pregunta. Desvió la mirada y con un ademán me invitó a sentarme junto a él en la banqueta.
--Regresé a España porque no pude ver morir a mi mujer... Un mal día cayó enferma María, los médicos diagnosticaron cirrosis hepática. Al principio no lo creímos, considerando que tal enfermedad sólo la padecen los alcohólicos y María no tomaba alcohol ni en las fiestas. Aún así, su estado de salud fue empeorando hasta que fue necesario internarla. Adriana estuvo con ella todo el tiempo. Las nietas se quedaron durante un mes en casa de la mamá de su marido y yo nunca tuve el valor de ir a visitarla. Quise quedarme con su figura garbosa en mi mirada, y en mis oídos, con su risa que espantaba a las palomas de la Plaza de Armas. Sé que nadie pudo entender las razones por las que regresé a España; sé que mi yerno me odia y a mi hija todavía le duele que me haya ido sin decir adiós, pero, ¿Cómo podía acercarme a su cama de hospital para verla morir?, ¿cómo podía ver mi muerte en su mirada?
--Mi yerno, lo único que me pidió fue que me despidiera de mis nietas, de modo que un día llegué a casa de Pina, su abuela y pedí verlas. Las niñas llegaron casi inmediatamente y con sus bracitos rodearon mi cuello. Intenté de mil maneras hacerles entender el motivo de mi regreso. Al ver que ninguna de las dos parecía comprenderme, les empecé a contar la historia de un príncipe viejo y cansado que nunca llegó a ser rey, y que salió de su reino muy joven. Este rey llegó a otro país donde conoció gente buena y noble que le abrió las puertas de su castillo y lo albergó como a un miembro más de la familia. Vivió mucho tiempo con ellos, pero él sabía que tendría que regresar, de modo que, decidió nuevamente internarse en el mar y volver al antiguo reino que lo vio nacer para pasar los últimos días de su vida en esa tierra ahora tan lejana y tan llena de ilusiones y promesas a él.
--Las niñas, como es natural, me preguntaron si en esa tierra había castillos infinitos, príncipes inmortales y dragones tontos y estúpidos como en los cuentos que les contaba. Les dije que sí, que regresaba a Asturias porque extrañaba los castillos en medio de las praderas, porque quería volver a combatir contra los dragones, porque deseaba, como ellas en aquel momento, volver a estar en casa. A todo esto, la mayor me hizo prometerle que a mi regreso le traería una piedra de alguno de los cientos de castillos que, según los cuentos que les conté, había en esa región.
--Los años han pasado y los recuerdos han cumplido su labor: no me dejan descansar; y resultan más nítidos que hace quince años que salí de México, con la intención de morir tranquilo en Asturias. Aunque parezca ilógico, he decidido volver a cumplir la promesa que le hice a mi nieta hace ya tantos años, que no creo que lo recuerde.
El silencio cuando terminó su historia fue tan pesado como el aire húmedo que respirábamos. Encendió un puro, la falta de costumbre me hizo toser, intentó apagarlo y lo detuve; de algún modo el aroma me acercaba a él. Nos levantamos de la acera y, en silencio, caminamos hacia el muelle. A nuestras espaldas se escuchaba el canto proveniente de alguna taberna y el murmullo que provoca el nacimiento de la noche en los puertos. El viento deshizo el lazo que sujetaba mi cabello. El viejo me observó pensativo y preguntó:
--Y usted, niña, ¿por qué está en España?—
Respiré profundo tratando de despejar el cerebro que el anciano había nublado con tanta historia conocida.
--Yo vine a Asturias buscando los castillos que me prometió mi abuelo cuando niña.
Ahora, en el barco de regreso, con la piedrita que me dio el viejo aquella noche, me pregunto en qué punto del camino lo perdí.
miércoles, mayo 11, 2005
Adagio
Para la Srita. Sic y su Bubu
Yo no quería adoptar a nadie; ellos solitos llegaron. Primero fue ella, con sus 25 desbocados años, tan locos como su cabello, como su risa, como sus ideas; pidiendo seriedad cuando ella misma es una fiesta. Cuando te conocí mi cabello era igual de absurdo, y mis ideas eran tan abstractas o más de las que tiene ahora ella. Te amé como ella lo ama ahora a él. Por eso decidí adoptarlos como míos, como nuestros. Me pides que te escriba acerca de ellos y los dedos se me traban al recordarnos a nosotros. La veo a ella, con sonrisa ingenua, con su piel de niña, queriendo jugar a que seduce, a que lo sabe todo, a que lo prueba todo. Juega con él a ser grandes, sin saber que son gigantes. El lleva notas musicales en sus bolsillos para cuando a ella se le ocurre ponerse a bailar. Y ella baila, sólo baila, se entrega a esa música tan de ella, de nadie más; baila en círculos como si fuera un espiral y el universo flotara en torno suyo hasta que los pies no pueden más y se desploma, siempre en los brazos de él, que la está esperando, que no piensa en otra cosa más que en el momento en que ella deje de brincar en un solo pie para bajarle las estrellas que se enredaron en su cabello. Entonces la bestia se convierte en niño. ella con paciencia infinita de amante por ser amada, se entrega a las caricias en su cabello. Sabe que debe esperar a que se le caigan las estrellas para volverse noche como sus ojos. Los dedos de él avanzan poco a poco hasta llegar al fondo de esa mata de sueños, los va desdoblando entre besos y miradas: aquí te sueño mico, saltando de rama en rama, escapando de mis manos; aquí te sueño niña refugiándote en mis brazos; pero aquí estás madura como la naranja que soñé sobre la mesa y no he probado... los besos siguen desgajando la piel que brota bajo su cuello, el de ella. Él se toma su tiempo para ir desvelándola de a poquito, han caído los zapatos de ambos confundiéndose en su propia orgía bajo la cama. Arriba los amantes se entrelazan, ella susurra canciones que no comprende, él le acaricia las cuerdas que la hacen vibrar, no hay escalas en esta pieza, el silencio se transforma en murmuraciones suaves, en dulces aromas que los inundan como barquitos de papel en el torrente de la tormenta de sus cuerpos. Los dos se nutren por ellos mismos: si ella no está, piensa él, me siento errante, ¿si él desaparece, piensa ella, a quién le entregaré las estrellas de mi pelo?; así se van yendo juntos, como nos han ido llegando a ti y a mi, de a poquito, despacito, en dosis precisas de risas y piensos, de amor visto en otros hoy, con los ojos con que nos vimos tú y yo, ayer.
miércoles, mayo 04, 2005
Imaginario de Vidas
I. ANGUSTIAS
“Tú no te preocupes, ahorita viene el doctor y te pone la medicina”, me dice la mujer enorme de la cama de a lado. “¿Cuántos meses tienes?”, le contesto con voz apagada, “no, pos todavía te falta un buen... tú tranquila, si Dios quiere ese bebé llega... ¿ya te dijeron si es niño o niña?... pos ojalá que sea niña pa que te cuide cuando estés vieja, yo traigo un chamaco y pos ya me estoy haciendo a la idea de que se me va a ir pronto”
Dos camas más allá están dejando a una muchachita de 16 años que acaba de perder a su bebé. Yo nomás aprieto bien mis piernas y cierro los ojos.
· · ·
II. HAMBRES
En el encamado 109 del Centro Médico acaban de entregar una niña de 12 horas de nacida. Su madre la recibe dándole la espalda. La enfermera no insiste y la deja en su cunacajadefierro a lado de su cama. María Asunción González no llora. A penas mira el techo. Su binomio empieza a llorar exigiendo un poco de leche, algo que le aplaque los nuevos movimientos en su estómago. Está aprendiendo lo que es el hambre. María Asunción permanece inmóvil, sorda a los llantos de su hija. Una enfermera entra a preguntarle si se le ofrece algo “mija, te la tienes que pegar para que aprenda a mamar”, “no quiero”, “no seas así, mija, es tu hija”, “no la quiero”.
Seis camas más adelante, te estoy esperando entre sondas y medicamentos y sólo me entero de que hay una niña en otro encamado que no ha comido.
· · ·
III. JUEGOS
La trabajadora social pasa de cama en cama jugando a que trabaja.
· · ·
IV. ARTIFICIOS
Desde mi cama se ve el fuego de los tabachines recortando la fachada de la torre de especialidades. Abajo la llegada de las ambulancias, las camillas, los silbidos entre camilleros o parientes de las internas. Espero que anochezca pronto para que todo sea fuego: el cielo, los árboles, la torre. Que el fuego cauterice nuestras heridas y nos obsequie la obscuridad para dormir en paz.
A mi lado, la enfermera extrae el catéter que desde hace dos días y medio me alimenta.
· · ·
IV. DESPEDIDAS
Siento los dolores, tus dolores en mi vientre. Antes de salir cierro mi ventana por la que conté cada mañana los días que hacían falta para que llegaras, cierro mi cortina que me protegió de la luz y el frío, dejo vacía mi cama, desconecto la televisión y visto tu cuna para cuando llegues no preocuparme por eso. Bajo con cuidado, deteniéndome a respirar en el descanso de la escalera. Voy a dejar mi casa para ir a recibirte.
Lejos, en alguna iglesia, están oficiando una misa por las perfecciones de María.
· · ·
V. AMOR CIEGO
Vienen caminando abrazados, sosteniéndose el uno al otro ayudados por sus bastones blancos. El reclina su cabeza y murmura cosas al oído de ella, quien ríe tímidamente mientras sus pasos los encaminan a la sala de espera del área de Consulta Externa. Entre miradas curiosas se acomodan en una de las bancas justo afuera del consultorio 6. Los que hemos estado ahí vemos como la enfermera los saluda más sonriente que a los demás. Pero ellos no se dan cuenta. El le acaricia el cabello a su cieguita, ella no se suelta de su mano y con su mano libre le acaricia el rostro antes de acariciarse el vientre.
Cuando paso junto a ellos, casi sin querer, escucho lo que ella le dice a su esposo “ojalá que se parezca a ti” y los dos ríen estrepitosamente confundiendo su risa con el ruido de las ruedas de una camilla.
“Tú no te preocupes, ahorita viene el doctor y te pone la medicina”, me dice la mujer enorme de la cama de a lado. “¿Cuántos meses tienes?”, le contesto con voz apagada, “no, pos todavía te falta un buen... tú tranquila, si Dios quiere ese bebé llega... ¿ya te dijeron si es niño o niña?... pos ojalá que sea niña pa que te cuide cuando estés vieja, yo traigo un chamaco y pos ya me estoy haciendo a la idea de que se me va a ir pronto”
Dos camas más allá están dejando a una muchachita de 16 años que acaba de perder a su bebé. Yo nomás aprieto bien mis piernas y cierro los ojos.
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II. HAMBRES
En el encamado 109 del Centro Médico acaban de entregar una niña de 12 horas de nacida. Su madre la recibe dándole la espalda. La enfermera no insiste y la deja en su cunacajadefierro a lado de su cama. María Asunción González no llora. A penas mira el techo. Su binomio empieza a llorar exigiendo un poco de leche, algo que le aplaque los nuevos movimientos en su estómago. Está aprendiendo lo que es el hambre. María Asunción permanece inmóvil, sorda a los llantos de su hija. Una enfermera entra a preguntarle si se le ofrece algo “mija, te la tienes que pegar para que aprenda a mamar”, “no quiero”, “no seas así, mija, es tu hija”, “no la quiero”.
Seis camas más adelante, te estoy esperando entre sondas y medicamentos y sólo me entero de que hay una niña en otro encamado que no ha comido.
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III. JUEGOS
La trabajadora social pasa de cama en cama jugando a que trabaja.
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IV. ARTIFICIOS
Desde mi cama se ve el fuego de los tabachines recortando la fachada de la torre de especialidades. Abajo la llegada de las ambulancias, las camillas, los silbidos entre camilleros o parientes de las internas. Espero que anochezca pronto para que todo sea fuego: el cielo, los árboles, la torre. Que el fuego cauterice nuestras heridas y nos obsequie la obscuridad para dormir en paz.
A mi lado, la enfermera extrae el catéter que desde hace dos días y medio me alimenta.
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IV. DESPEDIDAS
Siento los dolores, tus dolores en mi vientre. Antes de salir cierro mi ventana por la que conté cada mañana los días que hacían falta para que llegaras, cierro mi cortina que me protegió de la luz y el frío, dejo vacía mi cama, desconecto la televisión y visto tu cuna para cuando llegues no preocuparme por eso. Bajo con cuidado, deteniéndome a respirar en el descanso de la escalera. Voy a dejar mi casa para ir a recibirte.
Lejos, en alguna iglesia, están oficiando una misa por las perfecciones de María.
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V. AMOR CIEGO
Vienen caminando abrazados, sosteniéndose el uno al otro ayudados por sus bastones blancos. El reclina su cabeza y murmura cosas al oído de ella, quien ríe tímidamente mientras sus pasos los encaminan a la sala de espera del área de Consulta Externa. Entre miradas curiosas se acomodan en una de las bancas justo afuera del consultorio 6. Los que hemos estado ahí vemos como la enfermera los saluda más sonriente que a los demás. Pero ellos no se dan cuenta. El le acaricia el cabello a su cieguita, ella no se suelta de su mano y con su mano libre le acaricia el rostro antes de acariciarse el vientre.
Cuando paso junto a ellos, casi sin querer, escucho lo que ella le dice a su esposo “ojalá que se parezca a ti” y los dos ríen estrepitosamente confundiendo su risa con el ruido de las ruedas de una camilla.
La Caza del Milagro
Con palabras cortas y pasos largos llegamos hasta el hotel. Casi no hablaste durante el trayecto y mis intentos por sacarte del hoyo en el que te sumergiste desde que salimos de la morgue fueron en vano.
Yo sólo quería una foto, sólo eso—Repetías y te hundías, y me hundías en el silencio que queda después de la muerte.
La calle seguía sin un auto estacionado, como aquella tarde en que se hizo el milagro la primera vez, ¿te acuerdas? Habíamos estado sentados en una tumba del panteón durante varias horas, discutiendo del amor que no sentíamos y la miseria que se presenta en los momentos de pasión no deseada. Caminamos toda la cuadra hasta llegar a Hospital, entonces volteaste y observaste la limpieza de la calle.
--Así debe llegar la muerte... cuando no hay un carro que nos libre, cuando no hay ruido, cuando las paredes o las sábanas –que para el caso es lo mismo— son tan blancas que es la imagen más limpia que te llevas.
Y sucedió. Una camioneta del SEMEFO pasó junto a nosotros y se estacionó en la puerta de la morgue. Te tomé de la mano, supe que también te habías quedado helado. El chofer de la camioneta y un camillero se bajaron a toda prisa, abrieron la puerta de la caja y bajaron en una camilla un cuerpo inerte cubierto por una sábana blanca, sin manchas de sangre, sin gotas de violencia. Como buen fotógrafo apuraste tu mano a la mochila... no había cámara. Aún así no soltaste mimano. Permanecimos en silencio, respetando el paso del muerto sin prisas... No llegó un solo carro detrás. No hubo lágrimas ni lamentos, un fiambre olvidado, un despojo que sería olvido para ser parte de una mesa quirúrgica o a quien su familia reclamaría en el transcurso de las próximas dos semanas, y ¿a quién le importa eso ahora?
Aunque no hubo fotografía aquella vez, juramos que regresaríamos cuantas veces fuera necesario a cazar esa fotografía. Todos los jueves te iba a encontrar a La Fuente y después de dos cervezas y tres besos, abandonábamos el lugar para “ir a encontrarnos con la muerte”. Nos sentábamos en la esquina de Hospital y Belén, y permanecíamos en silencio durante horas esperando que se diera el milagro, aguantando el sol caer sobre nuestras cabezas como las miradas de los chavos de la Escuela de Medicina. Un par de locos esperando que llegue la muerte.
Sin embargo no bastó mi fidelidad a tu empresa, mis ánimos y el tétrico entusiasmo con que te acompañaba a la famosa esquina. En una borrachera me dijiste que no querías volver a saber de mí. Que me dabas chance de largarme y hacer de mi vida lo que me diera la gana, que para rollos fúnebres eran más pesadas las de artes plásticas, y te fuiste. Dos jueves pasaron hasta que nos volvimos a encontrar.
Te divisé sentado sobre la banqueta de hospital, viendo hacia la morgue como cada jueves nuestro. La calle estaba vacía de carros, el sol pegaba sobre tu frente y no había nada que detuviera la toma. Tuve tiempo para cerciorarme de que estabas solo, que ninguna otra te había acompañado, y quise avisarte, advertirte de no tomar esa fotografía.
La camioneta llegó sin trabas hasta las puertas del Servicio Médico Forense; escuché las puertas del chofer y el camillero abrirse y cerrarse casi simultáneamente. Sus pasos rápidos para abrir la puerta de la caja. Entonces vi como me bajaban, sin cuidados, sin miramientos. Mi cabeza rebotó sobre la plancha helada, el sonido hueco del cráneo contra el acero... nada, ninguna atención. Y en la esquina tú, tomando la fotografía. Un automóvil conocido pasó junto a ti, se detuvo atrás de la camioneta. Al principio caminaste de prisa, después empezaste a correr hasta detenerte frente a mi hermano.
No quise ver más. Nunca había estado en una morgue y para mí aquello era novedad. Pero me regresó a tu lado el cariño que mientras pude te negué. Te vi pegarle al azulejo de las paredes, y sacudir tu cabeza continuamente. Te vi llorar, casi gritar.
No me moviste nada. No hice nada por ti, mas que tomarte de la mano y acompañarte de regreso a tu hotel. A cada paso nuestro intentaba que vieras que las palomas son graciosas cuando caminan, que hay charcos de agua en los que puedes ver un pedazo de cielo, que hay luz, que el aire no se cansa de ir y venir, que los cigarros que compraste ayer, hoy cambiaron de precio. Que el milagro de la vida está íntimamente relacionado con el milagro de la muerte.
Yo sólo quería una foto, sólo eso—Repetías y te hundías, y me hundías en el silencio que queda después de la muerte.
La calle seguía sin un auto estacionado, como aquella tarde en que se hizo el milagro la primera vez, ¿te acuerdas? Habíamos estado sentados en una tumba del panteón durante varias horas, discutiendo del amor que no sentíamos y la miseria que se presenta en los momentos de pasión no deseada. Caminamos toda la cuadra hasta llegar a Hospital, entonces volteaste y observaste la limpieza de la calle.
--Así debe llegar la muerte... cuando no hay un carro que nos libre, cuando no hay ruido, cuando las paredes o las sábanas –que para el caso es lo mismo— son tan blancas que es la imagen más limpia que te llevas.
Y sucedió. Una camioneta del SEMEFO pasó junto a nosotros y se estacionó en la puerta de la morgue. Te tomé de la mano, supe que también te habías quedado helado. El chofer de la camioneta y un camillero se bajaron a toda prisa, abrieron la puerta de la caja y bajaron en una camilla un cuerpo inerte cubierto por una sábana blanca, sin manchas de sangre, sin gotas de violencia. Como buen fotógrafo apuraste tu mano a la mochila... no había cámara. Aún así no soltaste mimano. Permanecimos en silencio, respetando el paso del muerto sin prisas... No llegó un solo carro detrás. No hubo lágrimas ni lamentos, un fiambre olvidado, un despojo que sería olvido para ser parte de una mesa quirúrgica o a quien su familia reclamaría en el transcurso de las próximas dos semanas, y ¿a quién le importa eso ahora?
Aunque no hubo fotografía aquella vez, juramos que regresaríamos cuantas veces fuera necesario a cazar esa fotografía. Todos los jueves te iba a encontrar a La Fuente y después de dos cervezas y tres besos, abandonábamos el lugar para “ir a encontrarnos con la muerte”. Nos sentábamos en la esquina de Hospital y Belén, y permanecíamos en silencio durante horas esperando que se diera el milagro, aguantando el sol caer sobre nuestras cabezas como las miradas de los chavos de la Escuela de Medicina. Un par de locos esperando que llegue la muerte.
Sin embargo no bastó mi fidelidad a tu empresa, mis ánimos y el tétrico entusiasmo con que te acompañaba a la famosa esquina. En una borrachera me dijiste que no querías volver a saber de mí. Que me dabas chance de largarme y hacer de mi vida lo que me diera la gana, que para rollos fúnebres eran más pesadas las de artes plásticas, y te fuiste. Dos jueves pasaron hasta que nos volvimos a encontrar.
Te divisé sentado sobre la banqueta de hospital, viendo hacia la morgue como cada jueves nuestro. La calle estaba vacía de carros, el sol pegaba sobre tu frente y no había nada que detuviera la toma. Tuve tiempo para cerciorarme de que estabas solo, que ninguna otra te había acompañado, y quise avisarte, advertirte de no tomar esa fotografía.
La camioneta llegó sin trabas hasta las puertas del Servicio Médico Forense; escuché las puertas del chofer y el camillero abrirse y cerrarse casi simultáneamente. Sus pasos rápidos para abrir la puerta de la caja. Entonces vi como me bajaban, sin cuidados, sin miramientos. Mi cabeza rebotó sobre la plancha helada, el sonido hueco del cráneo contra el acero... nada, ninguna atención. Y en la esquina tú, tomando la fotografía. Un automóvil conocido pasó junto a ti, se detuvo atrás de la camioneta. Al principio caminaste de prisa, después empezaste a correr hasta detenerte frente a mi hermano.
No quise ver más. Nunca había estado en una morgue y para mí aquello era novedad. Pero me regresó a tu lado el cariño que mientras pude te negué. Te vi pegarle al azulejo de las paredes, y sacudir tu cabeza continuamente. Te vi llorar, casi gritar.
No me moviste nada. No hice nada por ti, mas que tomarte de la mano y acompañarte de regreso a tu hotel. A cada paso nuestro intentaba que vieras que las palomas son graciosas cuando caminan, que hay charcos de agua en los que puedes ver un pedazo de cielo, que hay luz, que el aire no se cansa de ir y venir, que los cigarros que compraste ayer, hoy cambiaron de precio. Que el milagro de la vida está íntimamente relacionado con el milagro de la muerte.
lunes, mayo 02, 2005
Comenzando
Torreslandia, como cualquier creación, surge del amor, del amor por uno mismo y por el otro, del amor por la letra, por la palabra bien dicha, bien utilizada, por el color en trazos sobre papel, madera o lienzo. El amor al sonido, a los matices, a los silencios. Torreslandia es más una parafilia que una filia a secas, es la afición por el ludosensualismo, ludorealismo, lo lúdico, lo onírico, lo sensual, lo sensitivo, el sentido, la forma, la idea.
En Torreslandia se vale pegar un poema, pegar un cuento o pegar un chicle. Se vale atorar una canción, trazar una linea o implantar una imágen. Se vale todo sin valernos de nada más que la autenticidad de lo aquí contenido.
Bienvenido a esta nueva tierra en donde esperamos encuentres lo que no has buscado todavía.
En Torreslandia se vale pegar un poema, pegar un cuento o pegar un chicle. Se vale atorar una canción, trazar una linea o implantar una imágen. Se vale todo sin valernos de nada más que la autenticidad de lo aquí contenido.
Bienvenido a esta nueva tierra en donde esperamos encuentres lo que no has buscado todavía.
ReEscribir
El dolor de cabeza lo levantó de la cama; miró el reloj despertador, bostezó, caminó al baño, encendió la luz, se tragó una aspirina sin agua. En el espejo sus ojos, las ojeras, el cabello revuelto. En su cerebro las ideas que, como un concierto de cámara, resonaban en las paredes de su cabeza, atrás de los párpados, ¿o en la frente?, tenía que volver a escribir algo, lo que fuera, cualquier cosa, había que soltar los dedos y liberarse. Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que puso fin a un texto dejando que el polvo hiciera su ecosistema entre el papel y su idea, ¿un año, un mes, diez días, cuánto?
Salió de su cuarto y camino al estudio. Abrió, no sin dudarlo un poco, la puerta. Frente a él su escritorio, papelitos de colores pegados sobre el monitor, con pendientes en forma de ojos de hace mucho tiempo, tanto, que se habían cansado de esperarlo y ahora parecían cerrados, guardando en su infinito las palabras que en algún momento tendría que escribir. Caminó sobre la alfombra dejando la luz apagada, el reflejo de las luces de la calle iluminaban la habitación con un ligero resplandor exento de cualquier manifestación violenta. Su sillón lo recibió con un suave lamento que le trajo, de golpe, el tiempo lejos de él, sintió la cálida bienvenida como si se tratara de un viejo amigo con quien no se comunicaba desde hacía tiempo.
En su memoria se apilaron los recuerdos que motivaron el cisma: el cierre de la revista en la que había colaborado durante cinco años, la desaprobación de su beca para estudiar en Francia, el despido del periódico en el que había trabajado como editor durante 15 años y el consecuente abandono de Sofía, al no poder ella sola mantener la alegría, la estabilidad y el amor. No era falta de amor, él lo supo desde el primer momento, era la necesidad de la promesa de tiempos mejores que él sencillamente descartó cuando las cosas empezaron a ir mal.
Encendió la computadora; un ruido como de tierra moviéndose se escuchó en algún punto de la habitación. Se levantó del sillón, caminó unos pasos y tomó el cenicero, se volvió a sentar. Un olor húmedo recorrió su nariz. Se levantó nuevamente y abrió la ventana. Afuera, el ruido, el caos, rumor amargo de noches insomnes. Adentro la pantalla frente al sillón, esperándolo, resplandeció en el silencio de la noche. Soles y estrellas comenzaron a danzar frente a sus ojos. Tuvo el impulso de apagar la computadora y correr hacia cualquier parte, sin embargo aceptó el reto, siguió con su mirada el baile universal frente a sus ojos, puso los dedos sobre el teclado, presionó la letra E y los soles infinitos comenzaron a fluir al exterior pasando por la ventana, luego siguió la letra L y las estrellas siguieron el camino de los soles, las letras D, O, L, O, R, salieron una tras otra del monitor, haciéndose cada vez más grandes, cambiando su tipografía en un ritmo vertiginoso de voces muertas y sueños vivos.
Sintió la angustia creciéndole por los pies, enredándose entre sus piernas, como víboras nacidas en ese momento del fango (¿fango?) bajo sus pies. Cientos de espinas penetrándole la piel de la espalda a la altura de los pulmones lo impulsaron a levantarse del sillón, pero de nuevo la angustia disfrazada de víbora lo aprisionó en el asiento. Quiso gritar y el temor de que le salieran por la boca los demonios en forma de escarabajos que se le paseaban por los dientes lo hizo apretar aún más sus labios. Intentó tragar saliva y sintió un enjambre de abejas cerrándose en su garganta. Sus dedos no respondieron a la orden de borrar lo escrito, su corazón comenzó a bajar el ritmo de sus latidos hasta casi perder el sentido.
Cerró los ojos y comenzó a respirar profunda y lentamente, respira... exhala... respira... exhala... el olor... respira... es húmedo... exhala... hay tierra... respira... exhala... bajo sus pies... respira... los soles... exhala... estrellas... respira...
Abrió los ojos. El resplandor de la pantalla lo deslumbró un poco, en un reflejo se tocó los brazos, el vientre, las piernas; el olor a humedad había desaparecido, en la pantalla estaba abierto el cuadro en blanco del procesador de textos, se dio cuenta de que nuevamente estaba él solo en su estudio, frente a la computadora. La ventana seguía abierta, se levantó y se acercó a ella, sintió el fresco de la noche en su rostro y se sintió aliviado. Sobre el escritorio comenzó a timbrar el teléfono, dejó que la contestadora se hiciera cargo, escuchó: “¿Jorge?, comunícate conmigo hermano, hay una oportunidad en un periódico de la capital, no tienes que irte a vivir allá; échame un grito, va?”.
Volver a escribir, una oportunidad para volver a escribir, finalmente era lo que estaba buscando al sentarse momentos antes frente al monitor. Imaginó el gesto de Sofía al plantearle la situación, la forma en que inclinaría un poco la cabeza como si calculara el riesgo de la oferta y el riesgo de haberse tomado el tiempo para escucharlo de nuevo. Tomó el teléfono y marcó, uno, dos, tres tonos: “Por el momento me es imposible contestar...” Colgó.
Nuevamente se sentó sobre el sillón frente a la pantalla. Había que volver a escribir, pero no escribir cualquier cosa, había que ofrecerse de nuevo, entregarse, guardarse bien del miedo, del dolor, de la angustia. Puso los dedos sobre el teclado una vez más, dejó que la humedad le acariciara la piel, bajo sus pies sintió tierra nueva rozando sus tobillos. Escribió: “Se sentía tan a gusto que quiso volver a escribir”.
Bajo el sillón, una alfombra de pasto y alhelíes se fue tejiendo a sus pies.
Salió de su cuarto y camino al estudio. Abrió, no sin dudarlo un poco, la puerta. Frente a él su escritorio, papelitos de colores pegados sobre el monitor, con pendientes en forma de ojos de hace mucho tiempo, tanto, que se habían cansado de esperarlo y ahora parecían cerrados, guardando en su infinito las palabras que en algún momento tendría que escribir. Caminó sobre la alfombra dejando la luz apagada, el reflejo de las luces de la calle iluminaban la habitación con un ligero resplandor exento de cualquier manifestación violenta. Su sillón lo recibió con un suave lamento que le trajo, de golpe, el tiempo lejos de él, sintió la cálida bienvenida como si se tratara de un viejo amigo con quien no se comunicaba desde hacía tiempo.
En su memoria se apilaron los recuerdos que motivaron el cisma: el cierre de la revista en la que había colaborado durante cinco años, la desaprobación de su beca para estudiar en Francia, el despido del periódico en el que había trabajado como editor durante 15 años y el consecuente abandono de Sofía, al no poder ella sola mantener la alegría, la estabilidad y el amor. No era falta de amor, él lo supo desde el primer momento, era la necesidad de la promesa de tiempos mejores que él sencillamente descartó cuando las cosas empezaron a ir mal.
Encendió la computadora; un ruido como de tierra moviéndose se escuchó en algún punto de la habitación. Se levantó del sillón, caminó unos pasos y tomó el cenicero, se volvió a sentar. Un olor húmedo recorrió su nariz. Se levantó nuevamente y abrió la ventana. Afuera, el ruido, el caos, rumor amargo de noches insomnes. Adentro la pantalla frente al sillón, esperándolo, resplandeció en el silencio de la noche. Soles y estrellas comenzaron a danzar frente a sus ojos. Tuvo el impulso de apagar la computadora y correr hacia cualquier parte, sin embargo aceptó el reto, siguió con su mirada el baile universal frente a sus ojos, puso los dedos sobre el teclado, presionó la letra E y los soles infinitos comenzaron a fluir al exterior pasando por la ventana, luego siguió la letra L y las estrellas siguieron el camino de los soles, las letras D, O, L, O, R, salieron una tras otra del monitor, haciéndose cada vez más grandes, cambiando su tipografía en un ritmo vertiginoso de voces muertas y sueños vivos.
Sintió la angustia creciéndole por los pies, enredándose entre sus piernas, como víboras nacidas en ese momento del fango (¿fango?) bajo sus pies. Cientos de espinas penetrándole la piel de la espalda a la altura de los pulmones lo impulsaron a levantarse del sillón, pero de nuevo la angustia disfrazada de víbora lo aprisionó en el asiento. Quiso gritar y el temor de que le salieran por la boca los demonios en forma de escarabajos que se le paseaban por los dientes lo hizo apretar aún más sus labios. Intentó tragar saliva y sintió un enjambre de abejas cerrándose en su garganta. Sus dedos no respondieron a la orden de borrar lo escrito, su corazón comenzó a bajar el ritmo de sus latidos hasta casi perder el sentido.
Cerró los ojos y comenzó a respirar profunda y lentamente, respira... exhala... respira... exhala... el olor... respira... es húmedo... exhala... hay tierra... respira... exhala... bajo sus pies... respira... los soles... exhala... estrellas... respira...
Abrió los ojos. El resplandor de la pantalla lo deslumbró un poco, en un reflejo se tocó los brazos, el vientre, las piernas; el olor a humedad había desaparecido, en la pantalla estaba abierto el cuadro en blanco del procesador de textos, se dio cuenta de que nuevamente estaba él solo en su estudio, frente a la computadora. La ventana seguía abierta, se levantó y se acercó a ella, sintió el fresco de la noche en su rostro y se sintió aliviado. Sobre el escritorio comenzó a timbrar el teléfono, dejó que la contestadora se hiciera cargo, escuchó: “¿Jorge?, comunícate conmigo hermano, hay una oportunidad en un periódico de la capital, no tienes que irte a vivir allá; échame un grito, va?”.
Volver a escribir, una oportunidad para volver a escribir, finalmente era lo que estaba buscando al sentarse momentos antes frente al monitor. Imaginó el gesto de Sofía al plantearle la situación, la forma en que inclinaría un poco la cabeza como si calculara el riesgo de la oferta y el riesgo de haberse tomado el tiempo para escucharlo de nuevo. Tomó el teléfono y marcó, uno, dos, tres tonos: “Por el momento me es imposible contestar...” Colgó.
Nuevamente se sentó sobre el sillón frente a la pantalla. Había que volver a escribir, pero no escribir cualquier cosa, había que ofrecerse de nuevo, entregarse, guardarse bien del miedo, del dolor, de la angustia. Puso los dedos sobre el teclado una vez más, dejó que la humedad le acariciara la piel, bajo sus pies sintió tierra nueva rozando sus tobillos. Escribió: “Se sentía tan a gusto que quiso volver a escribir”.
Bajo el sillón, una alfombra de pasto y alhelíes se fue tejiendo a sus pies.
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