Augusto le tiene miedo a las arañas. Me lo dijo una noche en su azotea. En esa esquina, bajo esa maceta, entre las patas de aquella silla: las arañas. Matarlas no es una opción. Tal vez piense que si se acerca demasiado a alguna, esta crecerá hasta estar de su tamaño y quien podría morir aplastado sea él. Tal vez sea tan sólo que le gusta conservar sus miedos, mantenerlos a la mano para refugiarse de vez en cuando en ellos.
Augusto mira con ojos tristes. Lo he visto agitado, nervioso, a veces feliz. Pero casi siempre, lo he visto triste. Le va bien ser triste, estar triste, vivir triste. La tristeza en su implacable benevolencia, lo trata bien.
Augusto el triste, le teme a los gatos invasores. A los que no conoce. Vive en una azotea y ha sido testigo mudo de batallas y estrellas fugaces. Es amigo de su gata Momo, una gata perezosa y blanca a quien le gusta hacer equilibro sobre una barda que da al vacío. La gata hoy está triste también. No hay cielo Azul a la mano y las lluvias les duelen en los huesos, en los ojos.
Augusto no sabe del tiempo que ha pasado. Y continuamente se pregunta (o le pregunta al universo) en estos años qué pudo sucederte, mientras su mano, su mirada y su mente, trazan sobre lienzos en blanco, en papel virgen que le responde y le enseña un nuevo rumbo, un nuevo cielo, una nueva azotea con arañas y gatos, con sueños y estrellas fugaces, con cigarrillos inapagables y café de olla.
Mientras yo, más acá, entre mi humo, mi café y mis letras, dentro de mi zona de angustia, extraño su plática, sus ideas y a veces también sus miedos.
miércoles, julio 25, 2007
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