Fernando Peña Charlón
Se despertó en un mundo diferente. En la penumbra del amanecer, los muebles de su cuarto parecían los mismos, el murmullo del tráfico que se desperezaba allá en la calle invadía como siempre su sueño, la sensación de seamparo a las seis y media, cuando sonaba el despertador y tocaba levantarse, era idéntica a la de todas las mañanas desde hacía años. Pero no. Algo no se ajustaba a la norma, algo era diferente. Podía sentirlo. Corrió al espejo a comprobar que no se había convertido en un escarabajo, o en un elefante rosa, o en un marciano. Respiró aliviado cuando frente a él asomaron las orejas de soplillo, los mofletes coloradotes y los ojos estrábicos que eran sus orejas, sus mofletes y sus ojos. todo parecía estar en su sitio. Y sin embargo. Sin embargo, algo había cambiado. A punto de salir de casa, cuando revolvía en el bolsillo del pantalón en busca de la llave, recordó que no llevaba consigo el libro que estaba leyendo. Volvió a su habitación y no lo encontró en la mesilla de noche. "Pues sí que es raro", pensó. Tampoco estaba en el salón, ni en la cocina donde acababa de desayunar un café solo con tostadas. "Lo habré dejado en la biblioteca", se dijo. Así que buscó en el trastero lleno hasta arriba de pilas y pilas de libros que él, medio en serio medio en broma, llamaba su biblioteca. y lo que vio le dejó sin respiración, aturdido. El cuarto estaba vacío, no había ni rastro de los libros... Entonces, una voz desde las alturas (igualito que en las películas de serie B y los cuentos góticos) le susurró al oído: "No hay libros. Estamos en la Era del Canon, ¿no lo sabías?". No, no lo sabía. Pero al salir a la calle, al encontrarse con sus compañeros de trabajo,al tomarse unas cervezas aquella noche con su novia Mari Pili, supo que de alguna manera había caído del otro lado de la realidad y ahora vivía en un mundo paralelo al suyo, el mundo de la Era del Canon.
En este universo, nadie que no pagara el correspondiente impuesto tenía libros en casa. Las bibliotecas públicas adquirían muy pocos volúmenes al año porque cada uno de ellos iba gravado con un canon, lo que limitaba los ya exiguos presupuestos. Hacer una referencia a un libro (citar, por ejemplo, aquello de "Con diez cañonazos por banda" o eso de "En un lugar de La Mancha") se multaba con 100 euros si era la primera vez (600 si uno reincidía). Llevar un libro bajo el brazo, en determinados barrios, era peligrosísimo, porque sólo los tipos con una buena posición económica se podían permitir pagar los cánones de lectura, de posesión de letra impresa, de intelectualidad demostrada. Y los correspondientes al gasto de tinta, trabajo de los agentes literarios y devoción por la causa de los editores. Leer, en este mundo en el que había amanecido, era una empresa arriesgada e incluso sospechosa. La Policía Secreta Pro Canon estaba en todas partes, y desde las pantallas de televisión, los ojos de Cedro y de la SGAE vigilaban que se cumplieran las leyes. el mundo se había vuelto loco y él no pudo reisistirlo. Aquella noche, frente a una biblioteca vacía, se disparó un tiro en la frente. Y la Era del Canon no le echó de menos.
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