Entonces lo básico se concentraba en 10 puntos esenciales para estar tranquila:
- Prefiero un buen amigo que un mal novio.
- Cuida tu salud, tendrás larga vida y calidad para disfrutarla.
- La cama es para descansar, para dormir.
- La cocina es centro de reunión.
- Ten presente lo que deseas hacer de tu vida.
- Ten fé.
- Cree en ti misma para que los demás puedan confiar en ti.
- Sé buena
- Inténtalo otra vez.
- El dinero no es la felicidad.
Así, la vida era más sencilla: había deseos reprimidos, porque así debía ser; no fumaba, tampoco tomaba; mi cama era el mejor refugio, sabía perfectamente que siguiendo las instrucciones de la moral en turno, a los 20 estaría casada, a los 22 tendría un hijo y a los 30 estaría celebrando la primera comunión del primogénito. Mi educación religiosa estaba en las manos del Padre Luis y me sensibilizaban, casi hasta las lágrimas, las visitas frecuentes a México, del entonces Papa; mi educación impedía cualquier manifestación de disgusto o inconformidad ante casi cualquier situación; los conceptos “no puedo” o “ahorita” estaban fuera de mi vocabulario y por lo único que debía preocuparme era por estudiar.
Si todo era tan perfecto, si todo era tan sencillo, ¿cuándo se complicaron las cosas?, ¿cuándo dejé la simplicidad para mejor ocasión?, ¿cuándo me dio por fumar?, ¿cuándo le tomé gusto al sabor del vino, al tequila, al vodka?, ¿cuándo comenzó a ser más importante un buen faje que un buen cuate?, ¿cuándo cambié la cocina por la cama como punto de encuentro?, ¿cuándo perdí la brújula y me convertí en una estudiante de Letras?, ¿cuándo me descubrí de 30 y soltera?, ¿cuándo empecé a cuestionar?, ¿cuándo empecé a cuestionarme?, ¿cuándo dejé de ponerle buena cara al mal tiempo?, ¿cuándo colgué mis brazos?, ¿cuándo el dinero fue una preocupación?
Debió ser aquella mañana que me descubrió desnuda, esperando tus manos sin ataduras, invitándome un cigarro que no era mío y al que tomé con tanta fuerza entre mis dedos, que me dolió sentirme viva. O quizá fue en aquel beso cabernet que me robaste después de leerme un texto de Neruda que nunca comprendí y tampoco me explicaste. Tal vez fue cuando me confesaste, sin Cristo de por medio, que no podías dar el paso siguiente por si fracasáramos en el intento. Y entonces dejé de pensar en los hijos, en la vida en común, y me quedé disfrutándote por el tiempo que te me quedaras; sin cuestionarte, sin presionarnos, sabiéndonos juntos, queriéndonos juntos, sin tiempo, sin lugares para encontrarnos y creías en la dirección de mi mirada como si fuera la única luz, la única guía para tus pasos defectuosos.
Todo era tan sencillo, que no me di cuenta de que era el interludio para los desvelos, la fiebre, el llanto y las preguntas; rompiste moldes prehistóricos en mi comportamiento y la noche de pronto tuvo soles y el día se vistió de luna, sólo porque estábamos tú y yo juntos. Los preceptos que seguía con la firmeza de los pasos de mi padre, poco a poco fueron quedándose atrás de mí, como si fueran parte de una galería de buenas intenciones y mejores consejos que empezaron a diluirse, sutilmente, como lágrimas bajo un aguacero, como tinta saliéndose del repuesto, como gritos ahogados por el estruendo del tren.
Un día nos descubrimos adultos en el otro. Tu trabajo robaba las horas que me dabas y un espiral de números y citas por confirmar sustituyeron mis manos entre las tuyas. Nos fuimos quedando solos. Y las noches volvieron a tener 8 horas para dormir y los días comenzaron a tener 16 horas para trabajar y hacer un poco de vida familiar. Tus visitas empezaron a espaciarse, las llamadas fueron para disculparnos, las conversaciones parecían concursos de oratoria en los que ninguno prestaba atención al que traía las nuevas de las leyes fiscales o el descubrimiento de aquellos textos inéditos de Mark Twain. Nos fuimos alejando, nos dejamos.
Con nuevos paradigmas por seguir, con nuevas hipótesis por comprobar, una noche me descubrí pensándote casi sin querer, casi sin pensarte, como queriendo recuperar un poco de lo que fui contigo, de lo que fui antes de ti, de lo que soy sin ti.
2 comentarios:
El dinero no es la felicidad pero yo preferiría llorar en un Mercedes.
El dinero no es la felicidad pero si la respuesta a la mayoria de las preguntas.
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