Fue el día de tu cumpleaños, al menos el cumpleaños que yo inventé para ti. Nunca habíamos vivido juntos ningún festejo y decidí que era un buen momento para festejarte. Después del milagro de tu cuerpo dentro del mío, me quedé sola, estoy sola. Sola en una casa que me desconoce y me abraza, que me envuelve y rechaza y me lleva a pensar en lo que soy, en lo que he sido, enloquecido trance al descubrirme: hembra, madre, hija. Mi cuerpo se confunde en esta casa tan sola, tan limpia, tan tuya. Casi puedo escuchar todavía tu voz apagada por la madrugada, decirme tantas cosas tan pequeñas pero que se hacen tan grandes salidas de tus labios... Nunca habíamos hablado tanto, no en una cama. Todavía mi cuerpo resucita la sensación de tu pierna atravesándolo, atrapándolo; es una sensación de pertenencia sin ser del todo, de reconocerme elemental como roca viva, como agua de manantial recién nacido.
El espejo del pasillo me devuelve una imagen que reconozco lejana, como de otro tiempo; cuando el deseo era lo primero que había que satisfacer, cuando la carne apremiaba y el tiempo se iba, se iba en artilugios de belleza: ejercicios, cosméticos, cosas que fui dejando y se fueron yendo y me olvidaron o me olvidé de ellas por tener otras rentas, otros piensos que creí más fuertes, más nobles incluso más sanos. Y hoy me descubro, no sin miedo, deseándote, buscándote, encontrándome con lo que llegué a sentír, vivir y desear.
Volver a sentirme básica, elemental, como tierra regada por agua fresca; como fuego avivado por viento nuevo. Y vuelvo a entender que el deseo, este que no se apaga, que no se ha apagado todavía por más que lo intentes, por más que lo intento, será la pauta para reconocerme, para volver sobre los pasos y reencontrar el camino, andarlo una vez más, aunque no sean tus brazos, tus miradas, las que me vuelvan hembra como lo han hecho desde hace tanto tiempo y desde ahora.
Con música de Bach recorro mis ideas y pienso otra vez en ti, en lo que has provocado, en lo que has manejado dentro de mí para traerme hasta aquí. Llegué y tus brazos fueron mi refugio, mi tormenta y mi calma. Tuve miedo al cruzar la puerta de encontrarme con vestigios de otras vidas y me encontré con tus ojos que me tranquilizaron y me animaron para adentrarme en tu mundo y aprender a conocerte por unas horas. Tuve miedo de encontrar vestigios de otras vidas en tu vida y me encontré con el espejo y su respuesta, la única: es un momento. Tres palabras tremendas que me trajeron de golpe hasta mis pies descalzos y comencé a bailar un ritmo no aprendido, improvisando movimientos como improvisé cada beso, cada caricia de la noche anterior. Bach acarició mis pies, movió mis brazos, me convirtió en mariposa volando en un altiplano verde, lleno de tus ojos, de tus manos que intentaban atraparme siempre para traerme hasta tu sexo. Tu sexo multiplicado en muchos sexos distintos y al mismo tiempo el que conozco y con el que me reconozco básica, viva, infinita. Sigo volando en un recorrido no planeado, vuelo de tu cama a la cocina, de la cocina al estudio, del estudio a la recámara y vuelvo a iniciar la ruta de siempre con vuelos distintos: paso por tus libros, los elijo, sé dónde está Nandino, dónde está Sabines, dónde está el Quijote. Alzo mis alas un poco más y me encuentro con la lámpara vitral que me antoja unas uvas, una manzana, frutas muertas para una boca viva.
La música se detiene y mis pies sienten de nuevo el aterrizaje, entonces me vuelvo hormiga, pequeñita, indefensa, bichito perdido de su escondrijo, de su rutina, de la vida que dejó atrás para encontrarse con otra vida, la misma que me compartes a veces, en ratos, en silencios que no interrumpo porque sé que no necesito decirte nada, hablar de nada porque me sabes toda, porque me intuyes siempre, porque sé que al hablar rompería este momento irrepetible, único en el tiempo, en nuestro tiempo. Son tan sólo unas horas, pero son tantas horas que no podría calcular los días que pueden ser tan pocos, que prefiero que sean minutos y así vivir cada uno de ellos como si fuera el último.
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