En un estanque, el agua era clara y si acercaba demasiado mi vuelo podía ver ajolotes, el cieno, y animales extrañísimos que habitan esos lugares y que cantan, gritan, susurran, las canciones que sólo se cantan en esos estanques.
El cielo era obscuro de tan nublado y a lo lejos se podían divisar rayos del sol furioso empeñado en volver a dominar su cielo.
Volé mucho rato un vuelo no planeado, caprichoso, violento, pero tan preciso, tan concienzudo, que a las primeras gotas de lluvia, me precipité agitando mis alas hasta quedar refugiada bajo una hoja.
La tormenta duró mucho rato. Mi vida dependía de la firmeza de la ramita en la que estaba y de que no soplara el viento. En ningún momento sentí temor o miedo. Me limité a ver lo que me permitía ver tanta agua cayendo.
En un parpadeo todo se volvió oscuro, seco, se acabó el canto de los bichos, y mi hoja se convirtió en una caja negra, de paredes altísimas. Quise volar y mis alas chocaron incontables veces.
Atrapada y sin salida, desperté.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario