En Zagreb, capital de Croacia, la última semana antes de comenzar el mundial aumentaron considerablemente las ventas de vibradores y dildos. Esto fue publicado por el diario Vecernji list -uno de los dos más leídos en aquel país-, tras recorrer varios "sex shops" de la capital: "nuestras mujeres han decidido hacer solas su vida sexual" asegura el diario.
Según un sondeo reciente de este periódico, un 65% de los varones croatas tiene la intención de seguir todos los partidos de este campeonato sin falta, mientras que más del 50% de las mujeres no tiene la intención de ver un solo partido. Pero sí tienen la sana intención de pasarlo bien, y de no quedarse a dos velas durante treinta días, con "electrodomésticos" como este que se llama Cigar y tiene muchas prestaciones para dar gusto a las croatas y a quien se ponga a ello.
Tal vez las croatas tengan razón, peeero, el bendito/maldito pero, en lo personal prefiero compartir un partido de futbol con mi pareja, alegrarme, mentar madres, ver piernas, glúteos, pasión de neta; que contentarme con aparatitos yo solita. Total, si el equipo en juego pierde el partido, siempre queda la alternativa de "al menos echarnos un palito" pa' salvar la jornada... o no?
martes, junio 27, 2006
viernes, junio 16, 2006
De Mundiales
En 1982 fue mi primer "encuentro cercano" con un campeonato del mundo. Recuerdo que entonces más que entusiasmarme motivó bastante molestia. Pasaron todos los partidos por el canal 13 --antes de que fuera tvazteca, por supuesto y mucho antes de que existiera el concepto de televisión por cable en México... pero esa es otra historia--, después de Tienda y trastienda, empezaba la serie de partidos de la tarde; situación que impedía la trasmisión normal de "Candy, Candy", "la abeja maya" y tantas caricaturas que entonces poblaban las cabecitas de mi hermana y mía de sueños con príncipes de la colina, vidas de bichos, etc. La selección mexicana, entonces no eran más que una bola de naquitos que corrían detrás de un balón y motivaban las discusiones más acaloradas, el llanto más sentido, las borracheras más contundentes, y la mayor indiferencia entre mis primas, mi hermana y yo.
No fue sino hasta el siguiente campeonato, el mundialísimo del 86, cuando comencé a interesarme con más fervor. Entonces estudiaba en una secundaria de monjas --gracias--, y mi grupo no superaba las 24 alumnas, siendo yo una de las últimas. Las monjas, a pesar de ser muy monjas, nunca impidieron los festejos del alumnado, en cada partido de la Selección Nacional, nos daban chance de verlo en la televisión del auditorio y a más de una hermana la llegamos a cachar rezándole a la virgen por el pase de la S.N. a la siguiente ronda. En el 86 me descubrí aficionada al futbol cuando aquella tarde terrible en el estadio de Monterrey, perdiera México contra Alemania. Lloré y lloré a gusto, ante la acuosa mirada de mis padres que intentaban consolarme, sin conseguirlo.
En Italia 90, llené el album de estampas del mundial, mis héroes entonces fueron Lothar Matthaus, de Alemania --siempre he tenido cierto fervorcillo germano--, el Buitre, Butragenio, Butragueño; Hugo, --cómo no, el mejor futbolista de México!--, Maradona, cuando todavía lo consideraba un genio del balonpié, y por supuesto, Carlos Hermosillo --"El grandote de Cerro Azul"--, y tantos otros que llenaron mis ojos con sus piernotas... Fue, por decirlo de alguna manera el "boom" de mi líbido, viviendo en las paradisiacas playas de Puerto Vallarta, asistía a todos los campeonatos de boley-ball playero --mi primera cerveza fue auspiciada por XX Lager--, y conocía a todos los "costeñitos tirabolas" de la playa de los Muertos. Así que, como podrá usté imaginar, entre los morenazos atléticos y los partidos de futbol me iba llenando la pupila.
Estados Unidos, pasó en mi interés como pasó Corea-Japón, sin pena ni gloria. El primero, porque siempre me han caído gordos los gringos y a pesar de que ganara Brasil, no estuve realmente entusiasmada. Además, en aquel 1994 estaba comenzando mi carrera en la Facultad de Letras, ergo, el mundo era un asco, el futbol volvía a ser un deporte de gente decerebrada, las multitudes me chocaban, Sabina era la onda y empezaba a conocer a escritores y teóricos fenomenales que ocupaban la mayor parte de mi tiempo libre. El Mundial en Corea, me llegó saliendo de una depresión fenomenal, a pesar de que tengo familiares directos japoneses, la cultura no me llama tanto la atención y lo rescatable después de que Brasil fuera el campeón por 5a ocasión, fue la llegada del espíritu de La Princesa de los Rizos Furiosos a mi vida.
Francia 98, fue, ha sido y será EL MUNDIAL en mi vida. A los 25 años tuve la oportunidad de estar en Alemania justo en las fechas del campeonato. Fue en un Bier-Garden de Mainz, que presencié en pantalla gigante el último partido de la selección nacional en aquel Mundial. Nunca me imaginé que Luis Hernández tuviera tanto "pegue" entre las europeas, quienes lo consideraban "El Ángel Rubio", mis favoritos, entonces iban de Márquez, en aquel momento el niño de la selección, Campos, y Cuauhtemoc Blanco. Los días pasaron, los juegos se jugaron y en cuanto la selección alemana no pasó a la final, los precios de las agencias de viajes bajaron sus tarifas a París escandalosamente, lo que me permitió hacerme de un paquete: 3 días, 2 noches, hospedaje, transporte, desayunos, en el Hotel L'Aviator, en el barrio árabe. El hotelito era de madera, el barrio era francamente feo, cerca de la Gare de l'Este. Sin embargo, poco o nada tuvimos que hacer ahí. Entre el metro y todo lo que había que caminar, el hotel fue exclusivamente para tomar un baño y dormir unas horas. Uno de mis mejores momentos futboleros en este mundial fue una mañana en la que esperábamos que llegara el metro a la estación. En algún momento empezamos a escuchar el ruido de gritos y tambores aproximándose, las personas que estábamos esperando el metro comenzamos a intercambiar miradas entre temerosas, inquietas, expectantes. Por fin, llegó la máquina con 4 vagones llenos de la batucada brasileira. No dudamos un instante y nos subimos en el primer vagón que hubo oportunidad, bailamos, gritamos, festejamos en la anticipación de la derrota. La final del campeonato, la disfruté a un costado de la gare, frente a una patalla gigante, entre sudáfricanos, árabes e hindús; con dos botellas de vino tinto compartiendo los tragos, los gritos y el entusiasmo futbolero. Cuando regresamos al hotel, un grupo de sudafricanos festejaban en la puerta. Yo iba con mi botella de cabernet, uno de los negrotototes, quien después me dijo que venía de Pretoria --lugar tan remoto en mi mapa como podía ser Guadalajara en el suyo--, me preguntó qué estaba tomando y me dijo que si adivinaba lo que él estaba tomando me invitaría una botella de lo que yo quisiera pero que me la tendría que tomar con ellos. Probé de su vaso, era whisky. Adiviné y pedi una botella igual. Y así, tomando y riéndonos festejamos el "TRIUNFO DE SUDÁFRICA", que no de Francia.
Este año el mundial es diferente. Si bien hace cuatro años mi amiga Franci y yo traíamos la loca idea de ir ahorrando 50 dólares mensuales hasta pagar nuestro boleto al mundial, y no lo conseguimos; la vida me regaló el regalo más grande que se le puede hacer a una persona. Ahora estoy disfrutando los partidos a lado de La Princesa de los Rizos Furiosos, quien a sus casi tres años ya sabe cantar "chiquiti bum a la bim bom bá", "da,da,da", "oe, oe, oe, oe" y quien a grito de gol salta y festeja como si realmente entendiera lo que está sucediendo en el campo. Soy Mexicana y seré Mexicana hasta donde llegue, aunque no ganamos contra Angola, espero que con Portugal logremos pasar a 8avos. Cuando salga la selección, podré ser: alemana, holandesa, brasileira, argentina, italiana... mis héroes de este campeonato son: Márquez, Kikín, Oswaldo, Kaká, Ronaldinho, Ronaldo, Emerson, Balhm, La Selección Italiana en su conjunto y cualquiera de buena pierna que se interponga en el inter.
martes, junio 13, 2006
Amaneciendo con la Princesa de los Rizos Furiosos
Una mañana cualquiera, la Princesa de los Rizos Furiosos se despertó molesta. Como siempre que se despierta cuando no quiere despertarse, comenzó con una larga lista de monosílabos inconexos entre quejidos y lamentos que le dolerían al más duro de los gnomos. La Princesa de los Rizos Furiosos no sabe todavía distinguir sus dolores, sus molestias. Aquella mañana no fue la excepción: sin abrir siquiera los ojos, tanteó sobre su cama cubierta de algodón crudo, alcanzó a su perro, lo abrazó casi hasta estrangularlo y lo pasó por debajo de su cuerpo, como si intentara protegerlo. Mientras, aullaba a la luna ya oculta en el lento inicio del día, como si deseara que ella le diera alivio al dolor que sentía; o bien, que regresara el tiempo y le permitiera seguir durmiendo cobijada bajo un manto de estrellas que brillan ante el más leve indicio de luz natural o artificial.
--Mi princesa amaneció molesta-- Es la voz de la mamá de la princesa tan pronto escucha el debate de lamentos, monosílabos y quejidos --¿acaso querrá un chocomilk grandototote?--
-- Sí, mamá, uno para mí, otro para perro, otro para Nono, otro para Noni, otro para tus tías, otro para el lobo...--
--¿Los lobos toman chocomilk?--
--Sí, y los elefantes y los cocodrilos y los ratones... pero las cucarachas no, eh?, a las cucarachas no les gusta el chocomilk.
Ante la convicción de lo antes descrito y después de poner en marcha la dósis necesaria de razones y motivos por los cuáles hay que levantarse y vestirse para ir a la escuela; la mamá de la Princesa se dirige a preparar los chocomiles previstos.
Una vez en fuera de la casa y antes de subirse a su carro, la Princesa hace la última advertencia antes de que su Nono cierre la puerta tras de él.
--Cuidado, Nono!, vas a machucarle la cola al elefante, ¿no lo ves?--
--Oh, Perdóne usted, señorita, qué descuidado soy...-- y el Nono deja que salga tranquilo el elefante y todavía espera un poco más, no sea que en un descuido los ratones se queden encerrados en la casa.
Desde mi ventana veo cómo se suben al carro, por fin la Princesa va feliz a la escuela. Mientras se alejan, noto que el carro parece ir más pesado, más lento que de costumbre... pienso que podría ser oportuno el comprar próximamente una camioneta, una troca, o un tren cargado de papas y refrescos, como el que me dijo la Princesa de los Rizos Furiosos que pasa por la granja.
Cuando me tocó la orden de eliminar al Che, por decisión del alto mando militar boliviano, el miedo se instaló en mi cuerpo como desarmándome por dentro. Comencé a temblar de punta a punta y sentí ganas de orinarme en los pantalones. A ratos, el miedo era tan grande que no atiné sino a pensar en mi familia, en Dios y en la Virgen. Sin embargo, debo reconocer que, desde que lo capturamos en la quebrada del Yuro y lo trasladamos a La Higuera, le tenía ojeriza y ganas de quitarle la vida. Así al menos tendría la enorme satisfacción de que por fin, en mi carrera de suboficial, dispararía contra un hombre importante después de haber gastado demasiada pólvora en gallinazos.
El día que entré en el aula donde estaba el Che, sentado sobre un banco, cabizbajo y la melena recortándole la cara, primero me eché unos tragos para recobrar el coraje y luego cumplir con el deber de enfriarle la sangre. El Che, ni bien escuchó mis pasos acercándome a la puerta, se puso de pie, levantó la cabeza y lanzó una mirada que me hizo tambalear por un instante. Su aspecto era impactante, como la de todo hombre carismático y temible; tenía las ropas raídas y el semblante pálido por las privaciones de la vida en la guerrilla. Una vez que lo tenía en el flanco, a escasos metros de mis ojos, suspiré profundo y escupí al suelo, mientras un frío sudor estalló en mi cuerpo. El Che, al verme nervioso, las manos aferradas al fusil M-2 y las piernas en posición de tiro, me habló serenamente y dijo: "Dispara. No temas. Apenas vas a matar a un hombre". Su voz, enronquecida por el tabaco y el asma, me golpeó en los oídos, al tiempo que sus palabras me provocaron una rara sensación de odio, duda y compasión. No entendía cómo un prisionero, además de esperar con tranquilidad la hora de su muerte, podía calmar los ánimos de su asesino.
Levanté el fusil a la altura del pecho y, acaso sin apuntar el cañón, disparé la primera ráfaga que le destrozó las piernas y lo dobló en dos, sin quejidos, antes de que la segunda ráfaga lo tumbara entre los bancos desvencijados, los labios entreabiertos, como a punto de decirme algo, y los ojos mirándome todavía desde el otro lado de la vida. Cumplida la orden, y mientras la sangre cundía en la tierra apisonada, salí del aula dejando la puerta abierta a mis espaldas. El estampido de los tiros se apoderó de mi mente y el alcohol corría por mis venas. Mi cuerpo temblaba bajo el uniforme de verde olivo y mi camisa moteada se impregnó de miedo, sudor y pólvora.
Desde entonces han pasado muchos años, pero yo recuerdo el episodio como si fuera ayer. Lo veo al Che con la pinta impresionante, la barba salvaje, la melena ensortijada y los ojos grandes y claros como la inmensidad de su alma. La ejecución del Che fue la zoncera más grave en mi vida y, como comprenderán, no me siento bien, ni a sol ni a sombra. Soy un vil asesino, un miserable sin perdón, un ser incapaz de gritar con orgullo: "¡Yo maté al Che!". Nadie me lo creería, ni siquiera los amigos, quienes se burlarían de mi falsa valentía, replicándome que el Che no ha muerto, que está más vivo que nunca.
Lo peor es que cada 9 de octubre, apenas despierto de esta horrible pesadilla, mis hijos me recuerdan que el Che de América, a quien creía haberlo matado en la escuelita de La Higuera, es una llama encendida en el corazón de la gente, porque correspondía a esa categoría de hombres cuya muerte les da más vida de la que tenían en vida. De haber sabido esto, a la luz de la historia y la experiencia, me hubiese negado a disparar contra el Che, así hubiera tenido que pagar el precio de la "traición a la patria" con mi vida.
Pero ya es tarde, demasiado tarde... A veces, de sólo escuchar su nombre, siento que el cielo se me viene encima y el mundo se hunde a mis pies precipitándose en un abismo. Otras veces, como me sucede ahora, no puedo seguir escribiendo; los dedos se me crispan, el corazón me golpea por dentro y los recuerdos me remuerden la conciencia, como gritándome desde el fondo de mí mismo: "¡Asesino!".
Por eso les pido a ustedes terminar este relato, pues cualquiera que sea el final, sabrán que la muerte moral es más dolorosa que la muerte física y que el hombre que de veras murió en La Higuera no fue el Che, sino yo, un simple sargento del ejército boliviano, cuyo único mérito -si acaso puede llamarse mérito- es haber disparado contra la inmortalidad.
Víctor Montoya
Escritor boliviano radicado en Suecia
montoya@tyreso.mail.telia.com
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